El 30 de septiembre de 2010, cuando tenía ocho años, recuerdo que me mandaron temprano a casa desde la escuela. Afuera, el pánico se esparcía y el tráfico era caótico. Aunque era demasiado pequeña para entender completamente, el país estaba al borde de un golpe de Estado. Esta conmoción ocurrió cuatro años después de una década turbulenta que había visto a nueve presidentes y una inestabilidad política caótica.
Sin embargo, los sucesos del 30-S fueron un autogolpe calculado del presidente Rafael Correa (2006–2017) para presentarse como víctima de la oposición, polarizar al país y consolidar el poder. Fue parte de una estrategia basada en el miedo para justificar reformas institucionales y profundizar el hiperpresidencialismo.
Eso ocurre cuando un autócrata anula otros poderes del Estado, y Correa lo formalizó mediante un referéndum nacional meses después. Los eventos del 30-S le permitieron posicionar una narrativa falsa de sí mismo como salvador, moldeando la opinión pública a favor de las reformas que fueron aprobadas en el referéndum de mayo de 2011.
En el estudio “Una historia de recuperación fallida: el estancamiento democrático de Ecuador”, el decano de Ciencias Sociales y Humanidades Paolo Moncagatta y el analista político Mateo Pazmiño—de la Universidad San Francisco de Quito (USFQ)—analizan las consecuencias perdurables del gobierno populista-autoritario de Correa. Publicado en marzo de 2025, en Annals of the American Academy of Political and Social Science, Moncagatta y Pazmiño describen cómo la administración de Correa desmanteló los frenos y contrapesos institucionales, centralizó el poder en el ejecutivo y erosionó las libertades civiles.
Los autores identifican tres factores que no solo consolidaron el hiperpresidencialismo bajo Correa, sino que también siguen impidiendo que la democracia ecuatoriana madure: (1) la concentración del poder ejecutivo, (2) la censura y (3) una cultura política basada en la lealtad por encima de la rendición de cuentas. Aunque Correa dejó el poder en 2017, estas condiciones persisten. Entenderlas será clave para reconstruir el sistema político y evitar que futuros líderes repitan el mismo patrón autoritario.
1. Consolidación del hiperpresidencialismo
Al redactar la constitución de 2008, evadir los procesos legislativos y cooptar otros poderes del Estado, el régimen liderado por el partido Alianza PAIS (Revolución Ciudadana) centralizó el poder ejecutivo. Correa debilitó la independencia judicial, redujo el papel del poder legislativo y gobernó mediante decretos presidenciales.
La presidencia de Correa perjudicó el posicionamiento de Ecuador en los rankings internacionales de democracia y derechos. Por ejemplo, el Índice del Estado de Derecho del Instituto V-Dem puntuó a Ecuador con 0.41 de 1 en 2007 y 0.33 en 2016, en comparación con 0.51 en 2018, después de la salida de Correa. En 2007, el índice de libertad de Freedom House otorgó a Ecuador una puntuación de 42 sobre 100 en libertades civiles y 29 en derechos políticos. En 2016, las puntuaciones bajaron a 33 y 24, respectivamente.
Estos índices, entre otros, confirman que políticas como la Ley de Comunicación de 2013 y las reformas judiciales aprobadas en el referéndum de 2011 erosionaron las libertades civiles y los controles sobre el poder ejecutivo. Sin embargo, también muestran que la recuperación ha sido lenta y parcial.
2. Erosión de la libertad de expresión
En 2013, los legisladores del partido gobernante aprobaron la Ley de Comunicación, también conocida como la ley mordaza, para supuestamente democratizar los medios de comunicación. Sin embargo, esta legislación otorgó al Estado el poder de controlar el contenido de los medios mediante la Superintendencia de la Información y Comunicación (SUPERCOM), moldeando significativamente la opinión pública. En 2018, el entonces presidente Lenín Moreno decretó su disolución.
Finalmente cerrada en agosto de 2019, SUPERCOM tuvo amplia autoridad para monitorear, sancionar y regular a los medios de comunicación. Imponía multas, exigía rectificaciones obligatorias e incluso suspendía o cerraba medios por publicar contenido considerado inexacto, ofensivo o “dañino para el orden público”, todo definido en términos vagos que permitían el abuso político.
Un ejemplo destacado fue la demanda de Correa contra el diario El Universo, donde lo demandó por difamación tras la publicación de una columna crítica sobre su manejo de los eventos del 30-S. El juez resolvió el caso en menos de 24 horas, fallando a favor de Correa, lo cual evidenció el uso político del sistema judicial para silenciar críticas.
3. Lealtad sobre rendición de cuentas
En junio de 2013, Correa emitió el Decreto 16 supuestamente para regular el funcionamiento de las organizaciones sin fines de lucro, pero en realidad le permitió controlar y censurar a la sociedad civil. Siempre que las actividades de una organización no gubernamental contradecían al régimen o amenazaban sus políticas públicas, el gobierno alegaba que la organización había incurrido en actividades políticas—alejándose de su misión original—o no había entregado reportes exigidos a tiempo.
En diciembre de 2013, José Miguel Vivanco—director para las Américas de Human Rights Watch—afirmó: “El reciente decreto del presidente Correa que regula a la sociedad civil le dio al gobierno el poder de cerrar asociaciones de derechos humanos y otras organizaciones que interfieran con su agenda.”
Ese mismo mes, la administración de Correa forzó el cierre de la Fundación Pachamama—que protege tierras de comunidades indígenas. De manera similar, en 2015, el régimen intentó cerrar Fundamedios—que defiende la libertad de expresión—alegando que difundía mensajes con connotaciones políticas. Tras la presión de organizaciones internacionales como Human Rights Watch, el gobierno retiró el caso.
En 2017, el medio digital Plan V reportó que el número de organizaciones cerradas durante el gobierno de Correa sigue siendo incierto, debido a la falta de transparencia. Solo tres de los 28 ministerios que regulaban a las ONG revelaron haber cerrado 445 organizaciones. En 2017, Moreno detuvo esta persecución retirando el Decreto 16.
Correa también dominó la narrativa nacional mediante sus Sabatinas: transmisiones semanales presentadas como espacios de rendición de cuentas. En la práctica, estos programas servían para justificar decisiones políticas, moldear la opinión pública y desacreditar a sus opositores frente a una audiencia cautiva. Al presentar la disidencia como un ataque a la estabilidad nacional, Correa difuminó los límites entre transparencia gubernamental y propaganda, convirtiendo a los medios estatales en herramientas de control político.
Aún queda un largo camino
Aunque algunas medidas autoritarias se revirtieron tras la salida de Correa en 2017, el daño estructural persiste. Los gobiernos sucesores de Moreno y Guillermo Lasso no lograron reconstruir la fortaleza institucional y, al carecer de apoyo legislativo constante, continuaron dependiendo de un gobierno centrado en el Ejecutivo. En mayo de 2023, Lasso incluso invocó la muerte cruzada, una disposición constitucional para disolver la Asamblea Nacional en medio de una crisis de gobernabilidad.
El legado del hiperpresidencialismo—manifestado en cortes politizadas, controles debilitados, partidos dominados por figuras individuales y elecciones disputadas y volátiles—sigue moldeando a Ecuador. Moncagatta y Pazmiño advierten que sin reformas institucionales significativas y un compromiso cívico real, el país tendrá dificultades para avanzar.
Si los ecuatorianos queremos un cambio duradero, debemos empezar por entender cómo llegamos aquí. Las condiciones que permitieron el autoritarismo siguen presentes. Reconocerlas es el primer paso para desmantelarlas. La democracia no se reconstruirá desde arriba hacia abajo. Requiere ciudadanos dispuestos a defender las instituciones, elegir líderes que respeten los límites del poder y cuestionar políticas que pongan en peligro el estado de derecho y las libertades fundamentales.