La administración de Joe Biden está celebrando la Cumbre de la Democracia este 9 y 10 de diciembre. El propósito explícito de esta cumbre es fortalecer la democracia, evitar el autoritarismo, combatir la corrupción y promover los derechos humanos. Una intención declarada es movilizar recursos para periodistas y organizaciones de la sociedad civil apoyados por Estados Unidos y otros actores internacionales.
EE. UU. propinó una bofetada intencional en la cara de Guatemala, Honduras y El Salvador al no invitar a estas naciones centroamericanas a asistir a la cumbre virtual de la democracia.
La justificación para no invitarlas es que esas naciones enfrentaban “algunos desafíos” según Juan González, el máximo asesor del presidente Biden sobre América Latina. González reconoció que algunos de los países que no participarían “pueden ser democracias pero tienen actividades muy preocupantes”. Esto llevó a que EE. UU. las excluyera.
En el caso de Guatemala, los desafíos mencionados incluyen la designación política, por parte del Departamento de Estado, de la fiscal general Consuelo Porras como una figura no democrática y corrupta, supuestas amenazas a la sociedad civil y la corrupción. Con esta exclusión, EE. UU. injustamente coloca a Guatemala junto con dictaduras como la de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Es llamativa la deshonestidad y el cortoplacismo de la administración Biden en su maltrato hacia Guatemala, un aliado clave en Centroamérica. Primeramente, EE. UU. dista de ser el faro de la democracia en el mundo. Por varios años seguidos, el Economist Intelligence Unit (EIU) ha clasificado a EE. UU. como una democracia incompleta. Las debilidades democráticas de EE. UU. señaladas por EIU son:
- un bajo nivel de confianza en partidos e instituciones;
- un gobierno disfuncional;
- crecientes amenazas a la libertad de expresión; y
- altos niveles de polarización social.
Se podría añadir el colapso de la confianza pública en los medios, como lo documentó Gallup. La confianza del público en el gobierno también está en mínimos históricos en EE. UU. según informa Pew Research. En niveles mínimos históricos o cercanos a ellos en indicadores claves de calidad democrática, EE. UU. no tiene altura para proclamarse líder del mundo libre y dar sermones sobre cómo manejar sus asuntos internos a países en desarrollo con regímenes políticos republicanos.
Las contradicciones en la postura estadounidense son evidentes. El Secretario de Estado Anthony Blinken invitó a las Naciones Unidas a investigar “el flagelo del racismo, la discriminación racial y la xenofobia” en EE. UU. Este no es el mejor argumento a favor del poder blando de EE. UU. en representación de la democracia mundial.
EE. UU. también es una de las pocas democracias desarrolladas que todavía tiene la pena de muerte. Biden había prometido en campaña eliminarla a nivel federal. Este año el plan legislativo de los demócratas incluye eliminar la pena de muerte, pero la postura de la administración Biden sigue sin ser clara. Guatemala, al contrario, ya no aplica la pena de muerte.
EE. UU. también tiene la mayor población carcelaria del mundo, mucho mayor que no democracias como Rusia y China. Las minorías raciales, por supuestos, están sobrerrepresentadas en la población carcelaria estadounidense, como los progresistas en el partido del propio presidente acostumbran denunciar.
Los compromisos de EE. UU. con la democracia y los derechos humanos parecen variar significativamente según sus intereses y el foro internacional. La administración Biden no tuvo problemas en regresar al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (CDH) y colaborar con regímenes clasificados como autoritarios por organizaciones renombradas como Freedom House. Es completamente contradictorio que EE. UU. proclame los derechos humanos al lado de regímenes autoritarios como Camerún, Eritrea, Catar y Somalia en un foro totalmente desacreditado como el CDH pero luego se rehúse a incluir a un antiguo aliado, Guatemala, en la Cumbre de la Democracia.
La acusación estadounidense de corrupción en Guatemala tiene fundamentos, puesto que Guatemala tiene bajas calificaciones en control de la corrupción según el Banco Mundial. Sin embargo, esta difícilmente es una justificación para excluir a Guatemala de la cumbre, ya que países con peores evaluaciones de corrupción han sido invitadas. La calificación de corrupción de Guatemala es más del doble que la de Irak y casi seis veces mejor que la de la República Democrática del Congo, y sin embargo ambos países han sido invitados a la cumbre. Además, la libertad de prensa en Guatemala es mejor que en estos dos países según la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa.
La verdad es que Guatemala tiene mejores calificaciones de democracia, corrupción y libertad de prensa que varios países que han sido invitados a participar en la cumbre.
Si tomamos el discurso del propio gobierno estadounidense sobre los méritos de la democracia, en lugar del republicanismo, EE. UU. tiene poca autoridad moral para dar sermones a Guatemala sobre las cualidades liberales de su régimen político. Los presidentes de Guatemala son electos por mayoría en votaciones populares. Desde 1996 Guatemala ha tenido elecciones regulares, libres, justas e indiscutibles.
En contraste, la legitimidad de las dos últimas elecciones en EE. UU. ha sido severamente cuestionada. Lo mismo sucedió en la elección de 2000, cuyo resultado tuvo que ser decidido por la Corte Suprema. Lo mismo ha sucedido con elecciones importantes a nivel estatal. La última elección de gobernador en Georgia es un claro ejemplo. Stacey Abrams aún no concede que ha sido derrotada limpiamente, y sin embargo ella obtiene un apoyo importante como una futura líder de los demócratas.
Yo sería negligente si no mencionara que, desde su transición democrática, Guatemala no ha sufrido ninguna “insurrección” como la que la administración Biden afirma ocurrió en EE. UU. en 2021, pese a que la administración no ha imputado a persona alguna por tal crimen.
El gobierno de Guatemala, a diferencia del estadounidense, no sufre de acusaciones creíbles de que sus instituciones de inteligencia, justicia y relaciones exteriores han participado de espionaje político y campañas subversivas contra la oposición política. La congresista Jody Hice ha hecho estas afirmaciones, e Investor’s Business Daily ha informado sobre el fondo de las acusaciones.
Se puede argumentar que Guatemala tiene una prensa más independiente que la de EE. UU. Los medios guatemaltecos no se censuran a gran escala para evitar la publicación de noticias dañinas para un partido político. La prensa tradicional estadounidense, por el contrario, se ha guardado noticias legítimas sobre escándalos y acusaciones creíbles de corrupción que involucran a la familia de Biden para afectar el resultado de la elección presidencial de 2020. Los medios estadounidenses también participaron voluntariamente de la campaña de funcionarios de Obama para difamar al equipo electoral de Trump en la elección de 2016. Los medios estadounidenses podrán ser libres, pero no son justos ni puede decirse creíblemente que sean independientes de un partido político.
Los presidentes guatemaltecos no celebran conferencias de prensa guionadas y altamente estructuradas con medios serviles y aduladores. Los presidentes guatemaltecos frecuentemente participan de conferencias de prensa altamente interactivas ante una prensa independiente y adversa. El contraste con las conferencias de prensa de pantomima de la era Biden es llamativa.
La verdad es que EE. UU. apunta contra el gobierno de Guatemala por aplicar la justicia imparcialmente y no selectivamente, como el gobierno de EE. UU. lo hace contra sus opositores políticos. La administración Biden, por ejemplo, recientemente restituyó los beneficios pensionales del infame oficial del FBI Andrew McCabe, quien fue despedido por mentir repetidamente durante una investigación sobre una filtración criminal, según el inspector general del Departamento de Justicia.
McCabe, por supuesto, era uno de los principales operadores de la conspiración ilegal de funcionarios de Obama para socavar la campaña y la administración de Trump. Hasta hoy, todos los principales operadores de esta conspiración ilegal han evitado enfrentarse a la justicia, y se saldrán con la suya. El punto es que cualquier funcionario de Guatemala que hubiera hecho lo mismo contra funcionarios políticos favorecidos por el gobierno de EE. UU. hubiera sido colocado inmediatamente en la lista de actores corruptos y antidemocráticos.
En pocas palabras, EE. UU. acosa a Guatemala por la amargura de perder su altamente politizada campaña “anticorrupción” contra administraciones guatemaltecas previas. El entonces presidente Jimmy Morales expulsó a la CICIG, la comisión anticorrupción apoyada por EE. UU. y la ONU, por interferir en asuntos políticos internos. Morales cometió el pecado de lograr hacer lobby con la administración de Trump con ayuda de Israel.
Todo cambió luego de que Jimmy Morales derrotara al Departamento de Estado. Los supuestos fiscales anticorrupción de Guatemala exaltados por EE. UU. en su momento son ahora oficialmente prófugos de la justicia. No son personas exiliadas como lo afirman incorrectamente funcionarios estadounidenses y los medios tradicionales.
Deben señalarse un par de hechos. La actual fiscal general guatemalteca, Consuelo Porras, ha aplicado la ley de Guatemala, y parece haber suficiente evidencia para sostener sus acusaciones. Un juicio justo con el debido proceso determinaría la culpabilidad. Bajo la actual administración en Guatemala, los acusados con seguridad lucharían para probar su caso ante la corte como personas libres bajo fianza, algo que se les negó a los acusados cuando la administración Obama y la CICIG tomaban las decisiones.
El crudo hecho es que EE. UU. actualmente alberga a fugitivos de la justicia guatemalteca mientras da sermones al gobierno de Guatemala sobre la correcta aplicación de la justicia. Debe recordarse que el eslógan de la fugitiva ex fiscal general favorecida por el Departamento de Estado, Thelma Aldana, era “quien nada debe, nada teme”, haciendo referencia a personas acusadas durante su mandato que eran regularmente encarceladas mientras aguardaban juicio.
Los guatemaltecos son proestadounidenses y siguen de cerca los sucesos en EE. UU. No son ajenos al hecho de que el gobierno estadounidense no persigue la violencia política cometida por grupos marxistas tales como BLM y Antifa ni el abuso de poder por parte de funcionarios para beneficiar a aquellos en control del poder federal. Un país en desarrollo, Guatemala no puede permitirse importar los disturbios de izquierda “mayoritariamente pacíficos” que han destruido propiedad privada y vidas en ciudades estadounidenses gobernadas por progresistas.
Guatemala necesita antes que nada el imperio de la ley. Sobre esto, EE. UU. claramente no es el ejemplo a seguir para Guatemala. EE. UU. sufrió un aumento del 25 % en su tasa de homicidios el año pasado, debido en gran parte a la partida de fiscales de distrito financiados por George Soros. Las veinte ciudades más peligrosas de EE. UU. tienen tasas de homicidios más altas que la de Guatemala. Por cierto, Soros también financia a muchas organizaciones de la sociedad civil de Guatemala, según informa Judicial Watch.
Es vergonzoso para un país desarrollado como EE. UU. tener tasas de homicidio peligrosamente altas en tantas ciudades dirigidas por progresistas. No debería sorprender que los guatemaltecos rechacen los sermones de los progresistas estadounidenses sobre cómo establecer un régimen democrático de ley y orden.
Sin embargo, a pesar de sus repetidas traiciones, EE. UU. siempre pudo contar con el apoyo internacional de Guatemala hacia democracias acosadas por regímenes autoritarios. Las fuerzas militares de élite de Guatemala, los kaibiles, han participado en combate apoyando a las misiones de mantenimiento de paz de la ONU. La consistente y fuerte política exterior de apoyo a Israel y Taiwán son otros dos casos convincentes de que Guatemala defiende la agenda de paz democrática mundial. Recientemente, Guatemala votó con Israel (y con EE. UU.) en la Asamblea General de la ONU contra sus últimas resoluciones dirigidas a Israel.
Demostrando una vez más su fiabilidad en la causa por la democracia global, Guatemala es uno de los pocos países de América Latina que todavía reconoce a Taiwán como país independiente, algo que ni siquiera EE. UU. hace. En lugar de dar lecciones a Guatemala, EE. UU. haría bien en seguir este ejemplo de valiente liderazgo internacional en defensa de la democracia contra el autoritarismo.
EE. UU. supuestamente busca defender la democracia contra el autoritarismo y frenar el avance de China en América Latina, especialmente en Centroamérica. EE. UU. no puede lograr ese cometido sin aliados clave como Guatemala. El regaño de EE. UU. y su insistencia constante a sus aliados han tenido un alto precio. En Centroamérica, El Salvador se está acercando rápidamente a la órbita de China, y la nueva presidenta electa de Honduras, Xiomara Castro, ha declarado su intención de establecer relaciones formales con China.
La estrategia estadounidense de reprender a sus aliados ha ampliado el alcance de China en Centroamérica, considerada durante mucho tiempo la esfera de influencia exclusiva de EE. UU.
Guatemala es uno de los pocos países de Centroamérica con los que EE. UU. puede contar, al menos por ahora, para apoyar su intento de frenar la creciente influencia china en la región. Mientras tanto, los socios estratégicos de izquierda en la sociedad civil con los que trabaja EE. UU. en Guatemala llevan mucho tiempo favoreciendo estrechar lazos con China para atenuar la influencia estadounidense en la región, la cual han resentido abiertamente. Estos socios estratégicos tampoco reconocen el derecho de EE. UU. de mitigar los flujos de inmigración ilegal.
En síntesis, los funcionarios estadounidenses defienden deliberadamente a actores en Guatemala que se oponen a los dos pilares principales de la política exterior estadounidense. Si EE. UU. perdiera Guatemala, el juego cambiaría no solo para la causa democrática en todo el mundo, sino también, y más importante, para la seguridad nacional de EE. UU.
EE. UU. debería recapacitar inmediatamente e invitar a la cumbre a Guatemala, su antiguo aliado en la causa global de la democracia. EE. UU. también debería repensar a quiénes elige para promover como socios estratégicos en Guatemala y trabajar más estrechamente con el sector privado proestadounidense para promover el desarrollo democrático, mitigar la inmigración ilegal y mantener la influencia de EE. UU. en la región.
Si no se cambia el rumbo de la política exterior estadounidense, se corre el riesgo de que la Cumbre de la Democracia anteceda otro colosal fracaso más de la diplomacia estadounidense: la pérdida de Centroamérica. Excluida de la familia de naciones democráticas, no debería sorprender a nadie que Guatemala se acerque a China. Israel y Taiwán, también, harían bien en activar toda la influencia de sus servicios diplomáticos para recordar a EE. UU. estos hechos. Junto con EE. UU., son quienes más tienen que perder si EE. UU. sigue empujando a las democracias nacientes hacia la esfera de influencia de los regímenes autoritarios.
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