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De Colombia a Chile en autobús: cinco observaciones

Crimen, pobreza, división de clases, anticapitalismo, baja confianza

Colombia Chile
Aunque tengo innumerables recuerdos de esos meses, hay algunas observaciones notables que han quedado conmigo. (Andrés Sebastián Díaz)

La Píldora Roja de América Latina Mi búsqueda de libertad al sur de la frontera, de Fergus Hodgson, ofrece un recorrido valiente y de primera mano por las realidades políticas y económicas de la región. En este primer capítulo, podrás conocer una muestra del contenido del libro, descubrir si es una lectura adecuada para ti y encontrar enlaces para adquirir la versión impresa, digital o el audiolibro.

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Nota: aunque estos eventos tuvieron lugar en gran parte en 2010, comencé a escribir sobre ellos en 2020.

Mi viaje por América Latina comenzó en Bogotá, Colombia, en enero de 2010, después de un largo vuelo desde Nueva Zelanda, pasando por Los Ángeles y Fort Lauderdale. Muchos temían que me capturaran narcos o guerrilleros, pero yo estaba muy entusiasmado por la aventura como para dejar que esos temores me detuvieran. Un amigo colombiano de la universidad había despertado mi curiosidad en 2006 y después de años de espera, estaba impaciente por realizarlo.

Ese primer viaje duró unos cuatro meses, hasta mayo de 2010, cuando llegué a Santiago, Chile. Viajé exclusivamente en autobús, pasando por Ecuador y Perú, pero no lo volvería a hacer y no recomiendo recorrer solo distancias tan largas en autobús. El viaje fue zigzagueante, retrocediendo en algunos puntos, pero mi estancia más larga, de unos dos meses, fue en Quito, donde aprendí español y bailar salsa.

Las otras ciudades que me acogieron por al menos unos días durante esos meses fueron —de norte a sur— Medellín, Armenia, Cali, Pasto, Manta, Guayaquil, Lima, Tacna y Santiago. Llegar a Santiago fue algo así como una transición de regreso al Primer Mundo. Los chilenos eran notablemente más prósperos, y la ciudad era más limpia y estructuralmente más avanzada que las otras que había visitado. Además, Santiago, al menos en ese momento, seguía siendo un imán para otros latinoamericanos e incluso algunos expatriados estadounidenses y españoles.

Aunque tengo innumerables recuerdos de esos meses, más de los que puedo incluir en este capítulo, hay algunas observaciones notables que han quedado conmigo y se han vuelto más claras con los años. Las líneas divisorias son difusas, pero las he agrupado en cinco: crimen, pobreza, división de clases, anticapitalismo y baja confianza —y las detallo aquí—. En los capítulos siguientes, abordaré estos temas en mayor profundidad y trataré de ofrecer explicaciones y consecuencias.

Latin America

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Crimen

Cuando llegué a Bogotá, mi español era superficial, basado en algunas frases de unas pocas clases nocturnas. Un conductor me agarró del cuello de la camisa y me condujo al autobús nocturno hacia Medellín, pues no podía entender los anuncios en la estación.

Sin embargo, mis observaciones se acumulaban rápidamente. Las advertencias sobre la generosidad de los colombianos, las muestras de afecto en público y los conductores de autobús imprudentes resultaron ser precisas. En Cali, por primera vez en mi vida, una prostituta —poco atractiva— me solicitó cerca de la Sexta Avenida. El estilo de conducción, tanto de autos como de autobuses, era radicalmente diferente al que estaba acostumbrado; rebasaban a otros vehículos despreocupadamente, incluso cuando había tráfico en sentido contrario.

El énfasis en la seguridad era algo que nunca había experimentado. En Bogotá, los locales me advertían que no caminara por ciertas calles. En el campo, me advertían sobre guerrilleros en caminos menos transitados. Viajar en taxi era un riesgo —aunque aplicaciones móviles como Uber han ayudado en los últimos tiempos—, en todo momento debía mantenerme cerca de mis pertenencias y vigilarlas.

No pude evitar notar la práctica común de incrustar grandes pedazos de vidrio roto —frecuentemente de botellas usadas— en los filos de las paredes para disuadir a los ladrones. Algunas paredes eran más sofisticadas y tenían alambre de púas, pero el mensaje era claro: el crimen era una preocupación constante.

El nivel de criminalidad que afecta a América Latina —especialmente al Triángulo Norte: El Salvador, Guatemala y Honduras— es difícil de comprender para un anglosajón. Dada la prevalencia de la extorsión, ahora la describo como la ley de la jungla. La expresión “zona de guerra” describe mejor la situación en puntos críticos de criminalidad como Caracas, Venezuela. Ser testigo de un robo a mano armada en Caracas, justo frente a una gran multitud cerca del metro, me sensibilizó aún más sobre el problema. Ser asaltado a punta de pistola es algo común en la región, como descubrió un amigo neozelandés en Quito, Ecuador.

Abundan las estadísticas y anécdotas. Nueve de las diez ciudades más peligrosas del mundo están en América Latina, y 17 de las veinte principales. Incluyendo a Kingston, Jamaica, dado su cercanía, aumenta a 18. En Guatemala, con razón, hay al menos cuatro veces más guardias de seguridad privados que policías.

La tasa anual de homicidios reportada en América Latina es de 23,8 por cada 100.000 habitantes, cinco veces más alta que la tasa de homicidios en Angloamérica, que es de 4,9 en promedio ponderado. Sospecho firmemente que las cifras oficiales en América Latina subestiman significativamente las tasas de homicidio. Las fosas comunes en El Salvador, por ejemplo, ocultan la verdad, como han señalado periodistas de investigación de InSight Crime. Además, la profunda corrupción de la policía significa que no generan confianza ni motivos para denunciar el crimen. Peor aún, como perpetradores y socios del crimen organizado, la policía no está dispuesta a reportarse a sí misma.

Pobreza

Cuando llegué a Colombia en 2010, mi plan era llegar a Chile y establecerme allí en un futuro cercano. Sin embargo, un amigo en Ecuador, que había estado conmigo en la Universidad de Boston, me dijo que era una mala idea debido al dialecto complejo y particular de los chilenos. La sabiduría popular era que el español más limpio y neutral estaba en Colombia, Ecuador y Perú. Eso me llevó a quedarme en Quito y conocer la comunidad.

Con la vista puesta en un posible empleo allí, también comencé a investigar sobre la remuneración, y no era alentador. Una periodista me contó que ganaba $800 dólares estadounidenses al mes y estaba contenta con eso. El PIB per cápita mensual en América Latina, en 2020, era de 640 dólares, en comparación con los 5.100 en Angloamérica. Eso sugiere que los latinoamericanos ganan un 87% menos que los angloamericanos.

Como ocurre con las tasas de homicidio, soy escéptico de las cifras oficiales, especialmente las de Argentina, Cuba y Venezuela. Por otro lado, algunos países, como Guatemala, tienen una gran informalidad, y las cifras del PIB allí podrían no captar una parte significativa de la economía. Como regla general, cualquiera que gane más de 1.000 dólares estadounidenses al mes en América Latina ha alcanzado el estatus de clase media; 500 dólares es lo típico.

Una anécdota reciente de marzo de 2024 ayuda a entender estos números. En esa época, 96 médicos cubanos llegaron a Honduras para trabajar. Generaron una controversia inmediata debido a lo que los locales percibían como una compensación exorbitante: 2.000 dólares estadounidenses al mes, más vivienda, transporte y comida.

Estos médicos son prácticamente esclavos de la dictadura cubana, que se queda con la compensación y les entrega una mísera remuneración. Sin embargo, la Asociación Médica de Honduras criticó el costo —presumiblemente un gesto de relaciones exteriores—. La asociación resaltó que había 11.000 médicos hondureños desempleados y que los sueldos locales eran de 1.137 dólares para médicos generales y 1.300 dólares para especialistas.

Cuando visité Venezuela por primera vez en 2014, una amiga con educación universitaria en Estados Unidos ganaba el equivalente en bolívares, en ese momento, de 90 dólares estadounidenses al mes. Me preguntaba por qué se molestaba en ir a trabajar. Con tanta riqueza visible a su alrededor, también podía entender por qué alguien se sentiría tentado a alinearse con el régimen depredador. 

La situación en Venezuela ha empeorado desde entonces. La nación —junto con Cuba— encabeza consistentemente el índice de miseria por desempleo e inflación. Los cubanos ganan salarios mensuales establecidos por el régimen de alrededor de 50 dólares, y la clase media allí sobrevive con remesas de la diáspora, principalmente radicada en Miami, Florida.

De vuelta en Ecuador, una escuela me ofreció 6 dólares estadounidenses la hora para enseñar inglés, lo cual los locales consideraban generoso. Me di cuenta de que vivir del sueldo en América Latina no iba a ser sostenible. O tendría que iniciar mi propio negocio o regresar a Angloamérica, así que comencé a postular a empleos y a recibir ofertas. Finalmente, me decidí por un puesto de reportero-editor en Nueva Orleans cubriendo la política del estado de Luisiana.

División de clases

Cuando la riqueza que excede la subsistencia es escasa, las personas naturalmente gravitan hacia quienes la tienen. Además, las personas hacen un mayor esfuerzo por demostrar su estatus socioeconómico —a través de su vestimenta, vínculos familiares o residencia en comunidades cerradas— y se segregan a sí mismos en función de líneas socioeconómicas.

En la Patagonia, Argentina, por ejemplo, la extracción de recursos (minería y petróleo) domina la economía, que de otro modo sería rezagada, y atrae a empresas extranjeras que pagan notablemente mejor que las empresas locales. Los hombres argentinos que logran obtener estos trabajos llevan chaquetas con la palabra petrolero escrita en letras mayúsculas y negritas, y esto atrae a las mujeres como abejas al panal.

Podemos debatir por qué, pero no es ningún secreto que América Latina está muy segregada y es un lugar de gran desigualdad de ingresos. Un puñado de naciones africanas encabezan las clasificaciones del coeficiente de Gini, pero Brasil (octavo) y Colombia (noveno) están entre los diez primeros, al igual que Belice (séptimo), que también tiene afinidad con América Latina. El coeficiente de Gini, dado que busca simplicidad y comparabilidad, necesariamente omite mucho. Aun así, es el indicador más reconocido y sugiere la realidad en el terreno. La desigualdad, en sí misma, no es un problema ético. Sin embargo, a menudo es producto de otros problemas, como los monopolios otorgados a clases privilegiadas. Quizás la desigualdad en América Latina sea particularmente notoria debido a las marcadas divisiones rural-urbano y criollo-indígena. Si caminas temprano por la mañana en la Avenida Reforma en Ciudad de Guatemala, verás diferentes sociedades coexistiendo en el mismo lugar sin apenas interactuar. En muchos aspectos, el mundo ha pasado por alto a las poblaciones rurales de América Latina, aunque a menudo parece que esa es su preferencia.

Un viaje de fin de semana a Otavalo, a un par de horas al norte de Quito, me abrió los ojos a estas divisiones. Otavalo es famoso por su colorido mercado al aire libre, donde los extranjeros acuden para comprar artículos artesanales. Las comunidades indígenas locales, que suelen hablar quichua, ofrecen toda clase de artículos a la venta.1 Si estás dispuesto a negociar, hay buenas ofertas en convenientes dólares estadounidenses.2 También hay muchas personas discapacitadas o heridas pidiendo dinero para sus cuidadores.

A las afueras del pueblo está la cascada de Peguche, otro lugar atractivo para los turistas. Mientras caminaba por el sendero, las señoras indígenas vendían empanadas de queso de tamaño generoso, y pregunté el precio: diez centavos cada una. Esto fue en 2010, así que ha habido algo de inflación, pero no podía creer el precio y compré tres. Me pregunté dónde estaba el margen de ganancia. Incluso si vendieran cincuenta —aproximadamente las que podrían tener— habrían ganado cinco dólares ese día.

Este fue un momento de despertar para mí en cuanto a la pobreza en la que vivían estas señoras. De vuelta en Quito, había muchas franquicias estadounidenses y generalmente cobraban los mismos precios que en Estados Unidos.

Anticapitalismo

Uno de los estereotipos que tenía antes de mi llegada inicial a Colombia era que América Latina era un refugio para la corrupción. De hecho, la corrupción es solo la punta del iceberg, ya que el terrorismo y la criminalidad de los carteles son problemas aún más graves. La elección de Ciudad del Este en Paraguay, en la frontera con Argentina y Brasil, como epicentro terrorista no fue casual.

Por lo tanto, mi suposición era que la gente tendría una fuerte inclinación libertaria y poco interés en las elecciones o en el gobierno como solución para cualquier cosa. Pensé que verían a los funcionarios públicos como inmorales y que deberían evitarlos.

De manera contraproducente, resultó ser todo lo contrario, incluso con una confianza lamentablemente baja en los resultados electorales y en las actividades gubernamentales en general. Quizás esto proviene de la envidia de clases, en medio de la mencionada desigualdad, y del deseo de implementar redistribución y retribución. Durante mi primer viaje, noté letreros políticos en todas partes. La gente dedicaba grandes esfuerzos a las campañas electorales y al activismo, más de lo que había presenciado en Nueva Zelanda e incluso más que en Estados Unidos.

Además, observé la reverencia externa que mostraban hacia los funcionarios públicos. Después de todo, son ellos quienes distribuyen recursos y otros favores especiales en economías clientelistas. A veces, las personas, especialmente en los medios de comunicación serviles, se referían al presidente como el “primer ciudadano”. Estaba desayunando en un restaurante de Quito y en la televisión transmitían uno de los programas semanales llamado Sabatina (culto) del presidente Rafael Correa. Sus payasadas no me impresionaron, pero un caballero a mi lado se levantó y alzó el puño: “¡Es mi presidente!”.

(El presidente Rafael “Mashi” Correa más tarde me llamó afectuosamente “la extrema derecha del mundo.”)

Cuando una ecuatoriana que conocí tomó un curso de inglés en Luisiana, me comentaba que algunas de sus lecturas trataban sobre los valores y la cultura de Estados Unidos. Aprendió, para su sorpresa, que los estadounidenses respetan a los empresarios y magnates, en la línea de Steve Jobs (Apple) o John Mackey (Whole Foods Market), más que a los políticos, aunque nadie vota por los empresarios. Esto fue antes de la candidatura presidencial de Donald Trump, quien aprovechó ese respeto para ganar la Casa Blanca.

Al hablar con locales en Colombia, Ecuador, Perú y, en menor medida, en Chile, también percibí una marcada y consistente inclinación socialista. Aunque esto no era universal, me sentía muy superado en número en las discusiones. Una vez que se reconoce el desprecio generalizado por el capitalismo de laissez-faire —la propiedad privada y el libre comercio—, otros fenómenos tienen sentido. Eso incluye la amenaza constante de invasiones y ocupaciones de tierras, y la admiración generalizada por tiranos y ladrones como Fidel Castro y su mano derecha, Ernesto “Che” Guevara.

Esto fue antes de mis conexiones con varias organizaciones liberales, como la Fundación para la Responsabilidad Intelectual en Argentina y Estudiantes por la Libertad de América Latina. Estas son oasis para las clases emprendedoras y aristocráticas.

Comencé a darme cuenta de cómo personas como Hugo Chávez y Correa llegaron al poder a través de las urnas para liderar la Revolución Bolivariana y la Revolución Ciudadana, respectivamente. Ambos son movimientos socialistas de marca local.3 En el caso de Chávez, antes de su victoria electoral en 1998, había liderado dos golpes de Estado contra su propio gobierno, que resultaron en cientos de muertes. Más tarde aprendería que esta afinidad redistributiva (del Estado de bienestar) se ajustaba a los patrones de voto de los hispanos en Estados Unidos, especialmente entre los recién llegados.

Baja confianza

La última observación en este capítulo es una consecuencia natural de las cuatro anteriores. Los lugares que sufren de crimen, pobreza, división de clases y desconfianza en el intercambio mutuo difícilmente serán focos de confianza. Sin embargo, dado que la falta de confianza paraliza el desarrollo económico, merece análisis. Además, quienes están acostumbrados a una forma de vida de baja confianza probablemente lleven sus hábitos consigo cuando lleguen a áreas de alta confianza.

La Encuesta Mundial de Valores es reveladora y alarmante en cuanto a la baja percepción de los latinoamericanos entre sí. Cuando se les pregunta si “se puede confiar en la mayoría de las personas”, ningún país latinoamericano informó, hasta 2022, más del 20% de respuestas afirmativas. En Nicaragua y Perú, solo el 4% de las personas confía en sus vecinos. Colombia, Ecuador, Brasil y Bolivia tienen niveles de confianza del 5%, 6%, 7% y 9%, respectivamente.

En comparación, los números de Canadá y Estados Unidos son 47% y 37%, respectivamente. Dinamarca lidera el mundo con el 74%, seguida de Noruega con el 72%, y mi Nueva Zelanda con el 57%.

Hay una correlación inconfundible entre las sociedades de alta confianza y su actividad económica (PIB per cápita). Como señalaron Esteban Ortiz-Ospina, Max Roser y Pablo Arriagada de Our World in Data, “Al profundizar en esta conexión utilizando datos más detallados y análisis económico, los investigadores han encontrado evidencia de una relación causal, lo que sugiere que la confianza impulsa el crecimiento económico y no solo está correlacionada con él.”

Esto tiene sentido más allá de los números: “Los bajos niveles de confianza pueden aumentar los costos de transacción… Además, los bajos niveles de confianza pueden desalentar a las personas a invertir en bienes públicos e infraestructura… ya que no confían en que su dinero se utilice de manera efectiva.”

Estas cinco amplias observaciones, que caracterizan a la sociedad latinoamericana, se acumularon de manera emergente y no planificada. Muchas de las ideas fueron una sorpresa y me llevaron a reconsiderar o actualizar suposiciones previas, o a escribir desde cero. Lo mismo ocurre con este libro: creció de manera zigzagueante a lo largo de muchos años. A medida que trabajaba en más ensayos y artículos de opinión, los menos urgentes se incorporaban, y mi visión de América Latina evolucionó gradualmente y se volvió más densa, precisa y clara.

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