De los recuerdos de Adolfo Rivero
La Habana, primavera de 1954. Mi hermano y yo no nos veíamos con frecuencia. Entre su adicción al trabajo que todos conocíamos y sus conspiraciones que dábamos por sentado, Emi se perdía por largos períodos de tiempo.
Una mañana de abril o mayo de 1954, regresé de la universidad y me puse a leer en mi habitación un panfleto comunista sobre compañías estadounidenses en Cuba. Como de costumbre, los argumentos eran sólidos, las cifras objetivas y las conclusiones angustiantes. Tuve que preguntarme una vez más: si las partes fundamentales de nuestra economía estaban en manos de empresas estadounidenses, ¿quién era dueño del país? Si la respuesta era “los norteamericanos”, como seguramente debía ser, entonces, ¿qué tan independiente era Cuba? Parecía que no éramos un país libre sino todavía una colonia.
En sus conversaciones políticas, los cubanos comentaban: Batista está equivocado, es un malvado, tenemos que deshacernos de él. Pero si Cuba era propiedad de los norteamericanos, ¿qué importaría un nuevo presidente?
Casi nadie parecía percatarse de este problema. Muchos hablaban de “revolución”. Algunos incluso estaban dispuestos a luchar por ella, sin embargo, pocos podían explicar qué haría esa “revolución”, excepto deshacerse de Batista. Los únicos que veían el asunto en su dimensión real y que hablaban de cambios que pudieran tener importancia eran los comunistas.
La pregunta que me hice al leer el panfleto no fue sobre el argumento, que consideraba válido, sino más bien lo que esto implicaba para mí. ¿Cuál sería mi contribución a esos próximos cambios? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer?
Por regla general mi padre venía a almorzar alrededor de la una. Ese día, por alguna razón, vino antes y acompañado de mi hermano. Yo estaba sumido en mis pensamientos. Hacía mucho calor y encendí el aire acondicionado.
—¡Trabajadores del mundo, uníos! —gritó Emi al entrar.
A veces la actitud de mi hermano tenía el efecto de ponerme nervioso. Por su saludo deduje que nuestra madre le había contado sobre mí. Durante meses yo había estado leyendo en mi habitación documentos del Partido Comunista que ella desaprobaba firmemente.
Dejé mi folleto en la cama esperando que no reparara en él y me levanté para saludar a Emi.
Se quitó el reloj y me lo mostró.
—Un Movado. Es nuevo, de oro sólido. ¿Te gusta?
—Está bueno —dije sin entusiasmo.
—Lo llevo puesto para poder saber la hora exacta de la caída de Batista — dijo con obsesión y tomó el folleto que yo había dejado caer sobre la cama—.
Basura. —Lo dejó caer.
—¡No es así, hermano! Hechos. Realidades. La desafortunada verdad.
—Entiendo que un negro de barrio pobre o un trabajador agrícola que corta caña se convierta en comunista. ¿Pero tú?, ¿tú?
—¡Sí, yo! Adolfo Rivero, ¡comunista! Tenía todo el sentido del mundo.
[De los recuerdos de ambos]
Emi le sonrió a su hermano menor.
—Mira Adolfito, los americanos no tienen la culpa. Si quieres culpar a alguien, culpa a los cubanos que les vendieron las empresas. Los estadounidenses hacen negocios, no filantropía. Puede que no te guste, pero no es criminal.
—¡Entonces el sistema es criminal por permitir que los ricos siempre prevalezcan!
—Eso es incorrecto. Los sindicatos son muy poderosos en Estados Unidos y aquí también.
—Poderosos para ganar limosnas —respondió Adolfo.
—Limosnas no, buenos salarios, niveles de vida, todo lo que quieren.
—¡No, no todo! De ninguna manera. Los trabajadores deben controlar lo que producen. ¡Son los legítimos dueños de la sociedad!
—¿Qué te hace decir eso? —preguntó Emi—. Los trabajadores nunca han gobernado ninguna sociedad en la historia.
—¿Y qué pasa en la Unión Soviética?
—La Unión Soviética está gobernada por el Partido Comunista.
—¿Y a quién representa el Partido sino a los trabajadores?
—El Partido se representa a sí mismo. Su objetivo es mantener el poder para sí mismo.
—¡Tú y tus amigos buscan la gloria! —acusó Adolfo—. ¡No les importa en absoluto cambiar la sociedad!
—Cambiar la sociedad sí, por supuesto. Pero cambiarla dentro de las reglas de la democracia. La libertad es lo más importante.
—La libertad es una ilusión inteligente —dijo Adolfo despectivamente—.
¿De qué sirve la libertad sin la posibilidad de cambiar?
—A los comunistas no les importa la libertad. O tal vez sí, odian la libertad y les gustaría eliminarla.
La vieja entró en la habitación.
—¿Por qué es este griterío?
—Adolfito es el único que grita —dijo Emi con calma.
—Lávense las manos —dijo la vieja—. La mesa está puesta.
—¡No tengo hambre! —exclamó Adolfo.
—No hagas esperar a tu padre —dijo ella.
Cuando el viejo los vio entrar, dejó el periódico y fue a sentarse a la cabecera de la mesa.
Percy, la cocinera, se emocionó cuando Emi entró al comedor y este la halagó con agrado.
—Viejo —dijo Emi a su padre mientras Percy regresaba con más platos—. Si te doy mi auto, ¿permitirías que Percy fuera a trabajar a mi casa?
—No estoy interesado en tu auto —dijo el viejo con una sonrisa—. En cuanto al resto, es un asunto de Percy.
—Estoy muy feliz aquí —dijo melodiosamente la atractiva mulata—. Si no está satisfecho en su casa, venga a comer con más frecuencia —dijo Percy como un miembro más de la familia.
—Buena idea —dijo Emi, sirviéndose más.
—¿Por qué todo ese griterío? —preguntó el viejo.
—Nada, fue una discusión fraternal —dijo Emi—. Parece que Adolfito está interesado en el comunismo. Se ha convertido en moda universitaria.
—¡No es una moda! ¡No busco modas, marcas, relojes, automóviles ni nada por el estilo!
—No presumas de tu falta de discriminación —dijo Emi.
—Conozco a todos los líderes del Partido Comunista —agregó el viejo—. Son amigos míos. Son más cubanos que comunistas, en mi opinión —dijo con indiferencia, tratando de alejar el asunto.
Emi miró el plato de su hermano.
—Esa comida que tienes delante no es una comida proletaria.
—No, pero me gustaría que así fuera.
—¡Ay, mi hijo! —interrumpió la vieja, diciéndole a Adolfo lo que su esposo no dijo—. Si los comunistas tienen éxito, ¡pasaremos tanta hambre!
—Vámonos —dijo el viejo—. Tengo que echar gasolina.
—La estación de Máximo está cerrada —dijo Emi.
—¿Máximo cerrado? —dijo el viejo a la ligera—. Necesitamos una revolución.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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