Bajo el cielo caribeño, miles de personas te observaban aunque tú no vieras a ninguna de ellas, incluso si tuvieras la vaga sensación de ser observado.
Los vigilantes parecían personas comunes con ropa cotidiana: jóvenes con chalecos deportivos, meretrices vestidas como esposas de senadores, médicos en sus batas, conductores de autobuses en uniforme, profesores, rastreadores de playa vestidos a su gusto, vendedores de maní o celebridades locales. Todos mostraban una mirada apacible.
Trabajaban al igual que tú: en oficinas y hospitales, en equipos de béisbol o en prisiones, en clubes nocturnos o salas psiquiátricas; cada uno de ellos era diferente, pero con un sello común. Sin que tú ni nadie lo supiera, los informantes servían como agentes del régimen revolucionario.
Se veían a sí mismos como ciudadanos de la sociedad más avanzada del mundo. Un par de años antes su país había librado una revolución dentro de Estados Unidos, porque ellos, el pueblo de Cuba, eran estadounidenses en todo menos en el nombre. Pero Estados Unidos había respondido a su revolución enviando a un ejército voluntario de cubanos para derrocarla.
Contra este ataque, la isla había reunido a un ejército popular para vencer la invasión y humillar a la superpotencia. Además, sus líderes disfrutaban de una excelente contrainteligencia con métodos prestados por las agencias de espionaje soviéticas.
En la historia de la guerra moderna ningún adversario le había dado tal zurra a Estados Unidos, ni siquiera los imperios británico o español ni el gigante nazi ni la tierra del sol naciente. Sin embargo, la pequeña nación isleña, armada con poco más que una nueva creencia en sí misma, había hecho a Estados Unidos lo que aquellos recios poderes no pudieron.
En un instante, Cuba se convirtió en un rugiente ratón. Su victoria sobre Estados Unidos asombró al hemisferio. Algunas naciones recurrieron a Cuba en busca de ayuda y asesoramiento, y el campeón del Caribe ascendió rápidamente al rango de potencia mundial.
Con tal éxito, los gobernantes de Cuba montaron una mayor vigilancia. La revolución no estaba fuera de peligro. Estados Unidos conspiraba su retorno, a la vez que el nuevo régimen enfrentaba enemigos internos que se esforzaban con ahínco por derribarlo.
La siguiente narración es parte de los recuerdos de Adolfo Rivero, quien a los veintiséis años era un alto funcionario del Partido Comunista de Cuba y un líder de las organizaciones juveniles del régimen.
La Habana, finales del verano de 1961. Estaba a punto de abandonar la sede del semanario Juventud Rebelde cuando me dijeron que dos camaradas deseaban verme. Me pareció raro, porque en la oficina yo no recibía visitas de extraños. En la oficina trataba únicamente asuntos del Partido con funcionarios del Partido. Cualquier otra persona que quisiera tratar algún asunto conmigo debería contactar primero al Partido, y si tuviera que responder por algo, un cuadro del Partido vendría a hablar conmigo.
Era notorio que los dos camaradas estaban exentos de esos protocolos. Vestían de civil. A primera vista parecían ciudadanos comunes, pero su seriedad y su forma de mirarme demostraban que no lo eran.
Se presentaron como miembros de la Seguridad del Estado. Me dijeron que eran los interrogadores de mi hermano sin mostrar ninguna identificación. No era necesario.
Uno de ellos, el agente principal que conducía la conversación, era alto, delgado y parecía cansado. No desperdició palabras. Necesitaban mi ayuda para tratar con mi hermano.
—Lo siento por ustedes —les dije—. Tienen un cliente difícil.
Rieron en señal de asentimiento; sabíamos que hablábamos del mismo hombre.
Les expliqué que mi hermano había luchado contra el régimen de Batista con un grupo de revolucionarios burgueses conocido como la Triple A, gente que no se preocupaba por las reformas sociales y solo buscaba la gloria personal.
Mi hermano había desperdiciado sus energías con esas imposturas. Si hubiera luchado con Fidel, habría tenido contacto con el movimiento campesino; si hubiera trabajado con los comunistas, habría aprendido de los trabajadores y de la población urbana pobre. Pero rechazó el comunismo y, cuando la revolución llegó al poder, también rechazó el liderazgo de Fidel. Mucho peor, pidió ayuda a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y se convirtió en un agente enemigo. Esas fueron las terribles decisiones que llevaron a su arresto.
—Sí, es una pena —dijo el agente principal—. Es valiente.
Sentí poca simpatía por esa idea. El valor en una mala causa no es nada que admirar.
—Para mi hermano el peligro es un deporte —respondí.
—Es muy inteligente —dijo el hombre mayor, sonriendo—. Hemos estado hablando con él por muchas horas. Él dice que puede comunicarse con el presidente John F. Kennedy personalmente y mediar un acuerdo entre Cuba y Estados Unidos. ¿Es confiable lo que dice? ¿Cómo lo evaluarías?
Me percaté de que esos hombres necesitaban orientación política. No conocía su formación, pero sabía que no eran comunistas. Un comunista hubiera sabido que cualquier conversación sobre un acuerdo con Kennedy no tenía sentido. Un comunista no habría tenido dudas sobre cuál era la lucha ni quién era el enemigo.
—Mi hermano adora el honor —dije con energía—. Pero ese no es el problema. El problema es que mi hermano es un agente de la CIA. ¿Qué acuerdo puede existir entre la CIA y la revolución?
Los agentes me miraron sin pronunciar palabra.
—En su opinión, ¿qué debemos hacer? —finalmente preguntó el hombre mayor.
Respondí sin pestañear.
—La revolución no puede tener tratos con mi hermano, ni ahora ni en el futuro. Creo que deberían fusilarlo.
El hombre mayor y yo nos miramos a los ojos. Me pareció que por un instante no pudo encontrar mi mirada.
—Gracias —dijo—. Nos volveremos a ver pronto.
Nos dimos la mano y se fueron. Nunca volvieron. Durante veintisiete años no hablé con nadie sobre esta conversación, excepto con mi compañero César Gómez unos días después.
—Hiciste bien —me dijo mi mejor amigo—. Yo hubiera hecho lo mismo.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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