¿Eres tonto o lo finges?
Martes 8 de noviembre de 1960.
—¡Vas a fallar, J. B., vas a fallar!
Brand estaba en Washington D. C. informando a su contacto principal de la CIA justo el día que Estados Unidos elegía un nuevo presidente.
—No presionemos el botón de pánico, Brand —dijo J. B. en su mejor forma agresiva-defensiva.
La CIA estaba ahora comprometida en derrocar a Castro. La agencia había puesto en juego millones de dólares, meses de esfuerzo y su invaluable reputación. A J. B. no le gustaba la idea de reunirse con sus superiores y decirles: uno de mis hombres ha regresado de la clandestinidad en Cuba y dice que nos dirigimos al desastre.
—Déjame preguntarte, J. B. ¿Cuántos hombres tienes entrenando en Guatemala?
Allí, en un grupo de enclaves de la CIA, una fuerza cubana se preparaba para una invasión a la isla.
—En Guatemala tenemos cerca de mil hombres —dijo J. B., insinuando que la agencia tenía una fuerza extra escondida en otro lugar.
—No se puede derrotar a Castro con una fuerza de ese tamaño —dijo Brand, ignorando la insinuación—. Y no se puede contar con que la resistencia derrote a Castro con la ayuda de una fuerza de semejante tamaño.
—Entonces, ¿qué puede hacer la resistencia? —preguntó J. B. con una amenaza implícita: si tu próxima respuesta no está a la altura, nos pierdes.
—¡La resistencia puede crear caos! —dijo Brand con energía—. En un momento de crisis y confusión, las personas hostiles a las políticas de Castro que forman parte del Gobierno y del Ejército tendrán su oportunidad. Es una pequeña minoría, no hay duda; pero si reciben una señal de la clandestinidad pueden hacer algo decisivo. La tarea de la clandestinidad es proporcionar el arranque, el incentivo para actuar.
Con su respuesta, Brand había volteado a J. B. como en un movimiento lateral de judo y lo había inmovilizado. De repente, el estadounidense ya no le hablaba desde arriba, sino desde abajo.
—Lo que te pido es que regreses, reúnas a tu gente y localices zonas de lanzamiento —le dijo J. B.—. Infórmanos sobre ello y te enviaremos lo que necesites. La fuerza de invasión se está impacientando. No podemos mantener a esos hombres en Guatemala por mucho más tiempo. Tenemos que apurarnos. El motor esta encendido. Tú haces tu parte del trato y nosotros haremos la nuestra.
—J. B., estoy quemado —respondió Brand—. En La Habana no tengo oportunidad de sobrevivir más de cuarenta y cinco o cincuenta días. Creo que debería ir a una zona rural. Puedo entrar y salir de La Habana, tengo amigos en La Habana y puedo actuar a través de ellos. Pero debería tener mi centro de actividad en otra parte. Si no, me atraparán. Una cosa más: insistes constantemente en que el tiempo es corto. No me envíes a Cuba sin armas. Ya he estado mucho tiempo buscando zonas de lanzamiento y organizando comités de recepción. Envía las armas antes que a mí. De esa manera puedo dedicarme tiempo completo a la preparación y ejecución de mis planes.
—Esta vez entrarás con tus propios operadores de radio. Tenemos hombres en Guatemala preparándose para su misión. Te reunirás con ellos, estarás con ellos y verás qué hombres te convienen. Dos de tu elección irán contigo. Elije una noche con una luna menguante y entra tan pronto como puedas. Te daremos los mapas. Simplemente envíanos las coordenadas, las horas exactas y las señales. Lanzaremos el equipamiento para ti.
—J. B., eso no funcionará. No me hagas malgastar mis esfuerzos y mi tiempo. Pon las armas allí primero.
—Entiendo lo que estás diciendo y tus razones, pero en este asunto de enviar las armas antes de ti no estamos de acuerdo.
En los días siguientes, y en contra de sus temores, Brand recibió noticias alentadoras. El Vikingo, un hombre con el que había trabajado estrechamente el verano anterior, le dijo: “J. B. quedó profundamente preocupado por tu informe y lo transmitió a los jefes de la agencia”.
De otras fuentes, Brand escuchó historias incompletas. Una de ellas fue: “Tenemos veinticinco mil hombres en reserva”. Ese número solo podría significar que Estados Unidos iba a usar sus propias tropas.
Una pieza clave llegó de los labios del propio J. B.: el plan de invasión incluía una fuerza de treinta barcos PT.
Esa cifra era importante por lo que significaba. La fuerza de invasión incluiría muchos tipos diferentes de embarcaciones. Brand, con una buena comprensión de las configuraciones militares, pudo extrapolar rápidamente el tamaño de los demás componentes. J. B. acababa de decirle que la fuerza de invasión sería enorme, algo más de cien mil hombres, con pleno apoyo aéreo.
Las noticias de J. B. hicieron un cambio en él. Brand estaría en la pelea tanto si su presencia marcaba una diferencia como si no; lo mismo si su propio grupo ganara o no, si sobreviviera o no. Era un guerrero y sintió que las piernas le pedían que peleara.
Tenía algunos asuntos familiares que resolver. En los últimos meses, el foco de sus asuntos personales se había mudado a la ciudad de Miami, que—hinchada con la salida de cubanos de la isla— ya se estaba convirtiendo en otra La Habana. Además de sus dos hijos más pequeños y la madre de estos, Brand había llevado a sus padres a Miami, donde podían vivir entre gente que habían conocido toda su vida.
Gracias a los contactos de Brand, el viejo tenía ahora un trabajo más acorde con sus antecedentes. Trabajaba para el Gobierno de Estados Unidos como analista, escaneando periódicos y revistas en busca de tendencias en América Latina. Fue un gran paso para llevar platos a la mesa. Pero aun así, Riverito estaba muy lejos de su antiguo yo.
En Miami, Brand pasó tanto tiempo con los niños como pudo. Le conmovía cada vez que regresaba a casa después de alguno de sus viajes encontrar a su hija Ermi, que aún no tenía tres años, sin aliento, hiperventilando de emoción al acercársele.
Como amaba el habla inmadura de Rubén, un día le mostró al niño un objeto.
—¡Rubén, mira qué lindo es!
—¡Sí, qué lidon! —el niño respondió.
—¡Lindo, Rubén, lindo! —el padre le corregía—.
—¡Sí, papi, lidon!
Con Pelén, sin embargo, el amor había acabado. Como el hombre justo que era, se hizo responsable del distanciamiento entre ellos y asumió la tarea de llegar a un fin honorable.
Voló a Cayo Hueso para reunirse con el padre y la madre de Pelén, quienes se habían establecido allí. Sentados en un automóvil, les dijo:
—He venido a decirles que planeo pedirle el divorcio a Pelén.
La doctora S., que hablaba por la familia en tales asuntos, le devolvió a su yerno un par de líneas que los autores de la ópera Carmen habían de alguna manera dejado fuera del guión:
—Fíjate lo que te voy a decir. Cuídate, porque te voy a destruir.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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