Comedia política
15 y 16 de abril. Mientras Adolfo y sus amigos estaban contentos, Brand y sus amigos evitaban desesperanzarse. La Habana se había convertido en una galería de tiro y ellos, los enemigos del Gobierno, eran el blanco de todos. Camiones militares, patrullas y coches civiles abarrotados de hombres armados corrían por calles y avenidas, tocando bocinas y sirenas. Las milicias se reunían y marchaban por la ciudad. Los anuncios de radio y televisión seguían difundiendo alarmas, repitiendo las noticias de bombardeos en toda la isla y advirtiendo la inminencia de nuevos ataques.
Durante todo el día Brand había tratado de contactar con amigos y compañeros conspiradores para ver si todavía podían actuar y averiguar qué medios tenían. Encontró muy poco.
Al anochecer apenas se veían personas o autos en las calles. La ciudad parecía deshabitada. A pesar del evidente riesgo, Brand sintió que debía localizar a Ernesto y a Jorge, su operador de radio. Todavía no habían lanzado las armas en Pinar del Río, y Brand estaba desesperado por hacer contacto con el cuartel general.
Para salir a buscar a Ernesto, Brand decidió llevar consigo a la atractiva rubia con la que pasaría la noche, pues el departamento de ella era seguro. La rubia estaba fuertemente comprometida con la lucha y lista a jugar su papel. Entendió el razonamiento de Brand: su presencia mantendría a los hombres distraídos.
Brand contactó con un servicio de taxis, pidió uno y se dirigió con su escolta a la residencia de Ernesto, a quince minutos de distancia. Los autobuses públicos, que normalmente abarrotaban las avenidas de la ciudad, estaban ausentes. Las principales intersecciones estaban vacías, salvo algunos autos patrulla estacionados en actitud vigilante con los faros apagados.
El taxi se acercó a un barrio de lujo y se detuvo frente a una mansión.
Cuando Brand llamó no respondió un sirviente, sino el propio Ernesto.
—¡Eres una bestia!
¿Por qué te arriesgaste tanto?
—le dijo Ernesto a Brand con asombro.
Los tres entraron en la casa.
—Escucha Ernesto, necesito contactar con Jorge inmediatamente.
—Tenemos que esperar hasta mañana.
—No puede ser mañana. Jorge debe tener mensajes para mí y yo también tengo mensajes que enviar.
Brand mantuvo la calma pero estaba más que cansado de escuchar negativas de Ernesto.
—No sé dónde está —dijo Ernesto—. Tengo que esperar a que se ponga en contacto conmigo.
—¿Cómo puede ser eso? ¡Tú eres quien lo puso en un departamento!
—Es bastante difícil de explicar —dijo Ernesto, visiblemente desconcertado por la presencia de la rubia.
—Aquí todos somos amigos —dijo Brand—. Por favor, habla con libertad. Insisto.
—Bien, sucede que Jorge se ha estado quedando en el departamento de una joven divorciada.
—¿Y qué?
—Esta joven divorciada vive con su madre.
—¿Podemos llegar al final, por favor?
—Está bien —dijo Ernesto con petulancia—. Hoy la vieja ha echado a Jorge del departamento.
—¿Por qué?
—Lo atrapó en la cama con su hija.
—Ya veo.
En la clandestinidad había una regla cardinal: no acostarse con mujeres en las casas de seguridad. Brand le robó una mirada a su acompañante. Ella escuchaba sin expresión, pero él podía oír la risa que resonaba dentro de ella.
—Mañana Jorge me dirá adónde ha ido —dijo Ernesto—. Te pondré en contacto con él. Te lo prometo.
—Te creo —respondió Brand.
De hecho, nadie podría haber inventado tal historia.
—Llamaré un taxi —dijo Brand.
—No —insistió Ernesto—. Déjame llevarte a donde vayas. No quiero que te arriesgues con otro viaje en taxi.
Brand le dio la dirección de una esquina, a unas cuadras del departamento de la rubia. Ernesto los dejó allí. Esa noche Brand se fue a la cama pensando en la naturaleza versátil de la influencia de las mujeres en la historia.
Al día siguiente, cuando Brand llamó a Ernesto, las primeras palabras que escuchó fueron:
—Oye, esa mujer con la que estuviste anoche… extraordinaria.
* * *
Domingo 16 de abril de 1961. Al día siguiente de los ataques aéreos se celebró una solemne ceremonia en honor a los siete cubanos que habían perdido la vida en los bombardeos. Fidel hizo una convocatoria para que todos asistieran.
La gente llegó a La Habana desde toda la isla para atender el llamado. Adolfo decidió verlo por televisión y fue a la oficina de Joel Iglesias, donde se habían reunido varios camaradas.
Tan pronto como Fidel empezó a hablar, comenzaron los comentarios. Adolfo se paseaba por la habitación. La oratoria de Fidel era familiar para todos y a veces adelantaban las palabras que el pronunciaría: “En cuanto a los americanos”, exclamó Fidel, “lo que no nos perdonan es que hayamos hecho…”
—Una revolución para los humildes —murmuró Adolfo.
Fidel tenía otra idea. Levantó la voz a nivel de trueno, repitió la frase inicial y la completó: “¡Lo que no nos perdonan es que hayamos hecho una revolución socialista bajo sus narices!”.
Adolfo se volvió hacia la pantalla, incrédulo. En el mitin, el pandemonio se desató cuando se levantaron miles de brazos blandiendo rifles.
Los jóvenes líderes se pusieron de pie y se abrazaron salvajemente. ¡Por fin! Cuba había roto los lazos de la dominación yanqui. En esa sala, cada corazón y cada alma latía ahora al unísono ya fuera socialista, nacionalista o simplemente rebelde con causa.
Fidel cerró su discurso con una orden de movilización. Era retórica. Todos los cubanos ya estaban movilizados y esperando unirse a la lucha.
Dos años después, a través de la confiscación masiva de tierras e industrias, la economía de la nación estaba en manos del Gobierno, mientras que el poder político, sin apenas una objeción significativa, había sido conferido a un liderazgo diseñado por un solo hombre.
Fidel había hecho lo imposible. Había convertido a Cuba en un país comunista. Y aquí estaba el resultado: una coronación gloriosa y trascendental, a su manera, como la de Napoleón.
Para rematar, el momento era propicio para tal declaración. Cualquier temor o duda sobre el socialismo no era nada comparable con la amenaza de una invasión: cualquiera que se opusiera al socialismo en Cuba sería un cobarde que traicionaba al país en tiempos de guerra.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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