La liberación de 222 presos políticos nicaragüenses, anunciada el pasado 9 de febrero, es una buena noticia. La mayoría de estos prisioneros habían sido encarcelados en condiciones inhumanas, donde eran sujetos a torturas y confinamiento solitario en las entrañas de los calabozos sandinistas. Algunos permanecieron bajo estas condiciones por casi dos años.
Sin embargo, tras la buena noticia, se esconde la cruda realidad de un pacto fáustico para aquellos liberados y para Nicaragua. Los presos bajo asedio sufrieron en dos ocasiones, cuando fueron capturados y también en su liberación. Recordemos que Daniel Ortega y Rosario Murillo los acusaron falsamente y luego los sentenciaron por oponerse o desear oponerse a su dictadura. La pareja dictatorial privó de libertad a los nicaragüenses por atreverse a desear un país más libre.
El régimen dio dos opciones desgarradoras a los prisioneros: seguir presos o ser desterrados, que implica ser deportados a Estados Unidos y despojados de su nacionalidad. Sin sus nacionalidades, ellos pierden todos los derechos civiles y políticos, así como su derecho a regresar a su patria. Sus propiedades fueron confiscadas. Estos fueron castigos añadidos de forma arbitraria a sus sentencias previas. Los castigos en sí son tan espantosos como su añadidura, acciones fuera de un orden constitucional de por sí defectuoso.
Incluso cuando los sandinistas presionaron a los presos para que firmen una renuncia a sus derechos pretendiendo que su partida era “voluntaria”, los propios funcionarios del régimen hablan de deportación, que es la remoción forzosa de personas de un territorio. La deportación arbitraria de ciudadanos infringe las convenciones internacionales y todas las normas de decencia. Despojar de su nacionalidad a los disidentes es igualmente abominable.
Entusiasmado por revestir de legalidad estas brutales acciones, el régimen enmendó leyes locales y la Constitución de un día para el otro, reafirmando la mentira de que los deportados fueron “traidores a la patria”. Estos abusos se oponen a las normas por las que los gobiernos civilizados se rigen.
Pero estos eran los castigos para aquellos que “escogieron” irse. El castigo para el que escogió quedarse en prisión en lugar del ultraje de ser despojado de su patria fue peor. Ese prisionero es el monseñor Rolando Álvarez, obispo de Matagalpa.
El día después de que los 222 presos fueron deportados, Álvarez fue llevado ante Octavio Rothschuh, un magistrado sandinista. Falsamente acusado de conspiración contra la estabilidad del Estado y difundir noticias falsas, el obispo había sido puesto bajo arresto domiciliario. Rothschuh lo declaró traidor, le despojó de su nacionalidad y le sentenció a 26 años de prisión, siendo el doble de la peor sentencia que se le había dado a uno de los 222. Y dadas las condiciones de las cárceles sandinistas y la edad del prelado, esta es una cadena perpetua.
La buena noticia en la liberación de algunos de los ciudadanos más valientes de Nicaragua eclipsa a la maldad del acuerdo, mientras el país se hunde más profundo en un foso de incivilidad y tiranía. Como señaló el jurista nicaragüense Uriel Pineda, las acciones del régimen representan un descenso en los “elementos más esenciales de una sociedad civilizada” a través de la erosión de la ley y la Constitución.
Estas acciones tan despreciables, Pineda sabiamente advierte, van más allá de afectar a los castigados. Dichas violaciones mandan un mensaje de intimidación a todos y cada uno de los que se oponen al régimen. Estas también ponen a prueba la profundidad de la lealtad de sus funcionarios como Rothschuh, quien debe apoyar al régimen incluso por fuera de los horizontes de la ley, la Constitución y la decencia o sufrir la misma situación que los deportados.
Con su orgullo visiblemente herido, Ortega públicamente regurgitó vituperaciones contra el obispo por una “arrogancia” imputada. Ortega está en lo correcto al temer la convicción pastoral del obispo. Es una amenaza al régimen. Los nicaragüenses de a pie conocen más como para creer que el obispo es un traidor, así la rebeldía de Álvarez les sirve como modelo de una actitud pacífica pero con principios: hay peores cosas que estar en prisión, si la alternativa es vivir con miedo o ser una herramienta para la manipulación sandinista.
Nada de esto es para reprochar a los 222 que fueron forzados a aceptar el trato para salvarse (y continuar la lucha a pesar de las dificultades). El obispo Álvarez está simplemente al servicio de metas más elevadas. Un buen pastor nunca abandona a su rebaño.
Álvarez se mantiene fiel a sí mismo y en completo control. Él es culpable de defender su fe cristiana en defensa de su rebaño y su amado país. Él está enviando el mensaje de que prefiere vivir en la indignidad y sufrir detrás de las rejas antes que abandonar a su gente. Al hacer esto, él es ahora la más grande amenaza frente a los tiranos caprichosos, cuya única limitante a hacer más daño a Álvarez puede ser, paradójicamente, que el obispo sería una amenaza aún más grande en la muerte que en el encierro.
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