Parte II: La destitución concertada del fiscal general Conrado Reyes
En Guatemala, el Ministerio de Justicia y su líder, el fiscal general, tienen lugares separados en el ordenamiento Constitucional. Primero, el período del fiscal general no coincide con el del presidente, que toma posesión el 14 de enero de cada año divisible entre cuatro (2004, 2008, 2012, etc.); mientras, el fiscal general asume su mandato dos años después, el 15 de mayo.
Ese hecho cronológico, trivial en sí mismo, se convirtió en un problema internacional al final del período como fiscal de Claudia Paz y Paz.
En 2010, cuando el presidente Álvaro Colom tenía que designar un nuevo fiscal general, los candidatos al cargo presentaron sus credenciales: Entre ellos estaba Conrado Reyes, un abogado de 46 años con una extensa experiencia legal, judicial y comercial, tanto dentro como fuera del Gobierno.
El proceso de selección —que por primera vez se manejó de forma parcialmente pública—se prolongó por diez días, pero mostró que Conrado (como a él le gusta ser llamado) es un hombre de amplia cualificación y una trayectoria inmaculada. Ganó el concurso y exitosamente ocupó el cargo de fiscal general, asumiéndolo el 25 de mayo de 2010.
Diecisiete días después, la más alta autoridad judicial de Guatemala, la Corte Constitucional, halló que el proceso de selección que había llevado al nombramiento de Conrado “no había seguido un procedimiento apropiado” y que “pudo haber sido influido por el crimen organizado”.
En resumen, el nuevo fiscal general estaba siendo destituido por la más alta corte de la nación luego de apenas dos semanas en su cargo.
De acuerdo con el New York Times, el alto comisionado de la Organización para las Naciones Unidas en Guatemala —cuya responsabilidad real era enjuiciar a los aparatos clandestinos de seguridad del Estado— dijo al presidente que el nuevo fiscal general “tenía lazos con traficantes de drogas y redes ilegales de adopción”. No había evidencias de ningún mal comportamiento de Reyes, dijo Colom, pero involucraba a gente en su entorno, que habría “levantado enormes dudas sobre su selección”.
Hubiera sido más simple para el Times y otros medios indicar que la historia que divulgaban el presidente, la ONU y la Corte Constitucional ni siquiera llegaba a la categoría de chisme —mucho menos, al tipo de información sobre la cual un Estado basa sus decisiones.
¿Por qué no presentó el oficial de la ONU su evidencia contra Conrado mientras los candidatos estaban en evaluación —un proceso que, se suponía, ese mismo funcionario debería vigilar de cerca? ¿Por qué disparó solo después de que Conrado tomó posesión de su cargo?
Al asumir el cargo, como posteriormente afirmaría, Conrado se percató de que estaba rodeado de un equipo que quería seguir las instrucciones del presidente o de la primera dama, y no el trabajo del ministerio. Conrado se negó a jugar ese juego.
El presidente, la primera dama, y otros coparticipes del poder —incluyendo el funcionario de la ONU— decidieron, aparentemente, liberarse rápidamente del nuevo fiscal general. Lo acusaron de asociaciones non sanctas, y movieron la Corte de Constitucionalidad del país para anular su designación.
Conrado ni siquiera pudo decir “yo no lo hice”, porque nadie lo había acusado de nada a él. También comprendió que, una vez que la corte se manifestó, el hecho estaba grabado en piedra. Lo mejor que podía hacer era abandonar el cargo en silencio, y limpiamente —y eso fue lo que hizo.
Mirando en retrospectiva esos eventos, recientemente nos dijo: “fue una buena experiencia de vida. Llegué al cargo gracias a la disciplina y el trabajo duro. No me iba a vender. Mi compromiso interno y el que tenía con mi familia eran demasiado fuertes como para eso. No iba a renunciar a mis valores por la oportunidad de permanecer en el poder”.
La destitución de Conrado mostró el elefante en la cristalería de la política guatemalteca: un régimen corrupto que lo envenena todo. Quien no juega de acuerdo con las reglas será derrocado a nombre de “la multitud”, cuyos privilegios deben ser preservados.
Medio año después, Claudia Paz y Paz recibió el manto de la autoridad de ese mismo régimen, cuando ascendió a uno de los cargos más altos de Guatemala. El proceso fue mordazmente definido por Moisés Galindo, un eminente abogado que más tarde sostuvo una pelea personal con la gestión de Paz y Paz.
“Ella es la fiscal general por la Ley, pero no llegó al cargo legítimamente. Fue una maniobra fraudulenta de la ONU, que empujó a las instituciones de Guatemala a remover al anterior fiscal general. Entonces, bajo el paraguas de la misma comisión de la ONU, sus promotores en la sociedad civil la impulsaron hacia el cargo”.
A diferencia de su predecesor, cuyas credenciales estaban limpias de inclinaciones partidistas, Paz y Paz estaba calificada por sus asociaciones políticas. Era especialmente conocida y apreciada por su trabajo en la ONU y otras organizaciones trasnacionales. Llegó a su cargo con una agenda firme, que un observador favorable describió de esta manera:
“Desde el comienzo de su período, Paz y Paz ha dicho siempre que abogará por las víctimas. A este respecto, Paz y Paz ve dos grandes categorías: las mujeres y las víctimas de la Guerra Civil (1960-1996).
Uno hace bien al aclarar que el conflicto de cuatro décadas de Guatemala no fue una guerra civil. Fue un ataque guerrillero contra la República, al cual los insurgentes llamaron Guerra Civil.
Sobre este conflicto, dos hechos llamativos pasan, a menudo, desapercibidos: el primero es que las facciones guerrilleras fueron decisivamente derrotadas, no solo en el terreno militar, sino en el más crucial terreno político. La guerrilla nunca reconoció su derrota, ni lo hizo su enorme cohorte internacional. Los Acuerdos de Paz de 1996 fueron irrespetados por los miembros de la guerrilla, porque su objetivo era una victoria que hasta entonces no habían obtenido.
Entonces, mientras el lado ganador depuso sus armas, la guerrilla construyó su caso mediante la intriga. Y aquí viene el segundo hecho mayoritariamente ignorado sobre la guerra: jamás terminó.
Para Paz y Paz, todo tenía que ver con la guerra, que la modeló a todos los niveles. Su interés en los casos de la guerra, de acuerdo con este observador amistoso, “iba más allá de lo profesional”. Varios de los miembros de su familia, confirma este escritor, habían sido guerrilleros luchando para la EGP, el Ejército Guerrillero de los Pobres.
Los momentos de la verdad sobre Guatemala son difíciles de lograr. Uno de esos momentos ocurre en un artículo de Karen Engle, una profesora de Leyes de la Universidad de Texas que examina la intersección entre la justicia penal, la justicia social y los derechos humanos.
Engle rememora una conversación con un guerrillero, en la cual esta persona le dice llanamente: “La izquierda perdió la guerra. Todo lo que nos queda es la justicia”. Engle explica: “Por justicia, quería decir juicios individuales”.
Es probable que no se pueda conseguir un sumario más conciso de la agenda de Paz y Paz. Engle, que reportó sobre esta conversación a comienzos de 2012, agregó un comentario propio: “Los juicios son el nuevo terreno de la lucha política”.
Como fiscal general, el objetivo confeso de Paz y Paz era trabajar por las víctimas. Pero, ¿cuáles? La violencia generalizada dejó víctimas de cada lado. ¿Trabajaría Paz y Paz para todos los guatemaltecos de manera imparcial? ¿O exaltaría los intereses de algunas víctimas a expensas de los de las otras?
Llevando esta pregunta de vuelta hacia una torre de marfil: ¿cómo justificaría Paz y Paz la exultante alabanza que le daría más tarde la Universidad de Georgetown, que ella “había trabajado para fortalecer el sistema de justicia de Guatemala?”.
Lo averiguaremos.
Este artículo fue publicado antes por el PanAm Post.
Steven Hecht contribuyó a este artículo.
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