Parte IV: Funcionarios estadounidenses y de las Naciones Unidas respaldan a Claudia Paz y Paz en la venganza de Guatemala
El anciano se paró del banquillo de los acusados, solo entre todos los espectadores. Una jueza lo encontró culpable y lo sentenció por genocidio. A la deriva, en un vasto espacio público que se parecía más a un auditorio que a un tribunal, el viejo titubeó y no tenía sobre quien apoyarse.
La jueza que presidía el tribunal, Iris Yassmin Barrios, había solicitado al equipo legal de la defensa que desalojara la sala, pero a él le ordenó quedarse y recibir las reacciones de una multitud hostil.
La propia jueza, desde su estrado en el frente, recibió con beneplácito la aclamación de los asistentes tras conocerse el veredicto. Incluso, contestó a los gritos y aplausos con un saludo que parecía tomado de los movimientos de masas europeos de la década de 1930.
La información —con tono celebratorio— inundó los medios. CNN fue directo a los hechos: “El exdictador de Guatemala Efraín Ríos Montt fue encontrado culpable del genocidio de más de 1.700 indígenas de la tribu maya Ixil durante su Gobierno entre 1982 y 1983 (…) El tribunal sentencío a Ríos Montt, de 86 años, a 80 años de prisión”.
Luego vino la frase que los delató: “el juicio marcó la primera vez que un jefe de Estado ha sido juzgado por genocidio dentro del propio sistema judicial del país”.
Esa línea fue un buen indicio del tratamiento que recibía el juicio por genocidio en el mundo.
El 18 de abril de 2013, un activista estadounidense partidario del encarcelamiento de Ríos Montt —Kesley Alford-Jones, director de la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala, una organización sin fines de lucro con sede en Washington— le dijo a un periodista de Pacifica Radio KPFA: “Como usted sabrá, esta es la primera vez —de hecho, en el mundo— que un ex jefe de Estado es acusado del delito de genocidio en un tribunal local”.
En un reportaje dos semanas más tarde, el New Yorker hizo una declaración idéntica a la de la activista: “El juicio no tiene precedentes. Es la primera vez que un ex jefe de Estado ha ido a juicio por genocidio en una corte nacional, y no en una internacional.”.
Después del veredicto de 2013, el máximo tribunal de Guatemala anuló el juicio basándose en cuestiones procesales —una acción que iba a generar un conflicto entre Estados Unidos y Guatemala. En diciembre del año siguiente, justo antes del comienzo de un nuevo juicio, el secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, felicitó a la jueza Barrios e incluyó estas palabras: “Ningún ex jefe de Estado ha sido llevado a los tribunales de su propio país por cargos de genocidio”.
Esa frase que se replicó en tantos lugares fue una construcción deliberada que siguió la senda pretendida. Se originó en el mundo de los activistas; tomó fuerza entre los periodistas; y alcanzó su propósito final en un discurso del secretario de Estado de EE.UU.
Como muchos de los pronunciamientos de este tipo, también ocultaba una verdad opuesta. El principal impulso para el juicio por genocidio no se originó en Guatemala, sino en el exterior. Comenzó cuando Rigoberta Menchú, la mundialmente famosa activista guatemalteca y ganadora del Premio Nobel, llevó una denuncia ante fiscales españoles que habían pasado más de una década desarrollando el caso. (Menchú siempre tuvo mayor influencia en el exterior que en su propio país).
En Guatemala, sin embargo, la responsable de diseñar el enjuiciamiento por genocidio fue Claudia Paz y Paz; sus antecedentes la habían preparado perfectamente para esta labor. Había comenzado su carrera investigando crímenes y atrocidades de la guerra, como parte del equipo que había producido el controversial Reporte Remhi, de “Recuperación de la Memoria Histórica”.
Antes de convertirse en fiscal General, Paz y Paz había, también, sido asesora legal en materia de derechos humanos del arzobispo de Guatemala; consultora de la misión de las Naciones Unidas en Guatemala; investigadora en la Comisión para la Clarificación Histórica de Guatemala (que usó el Reporte Remhi) y directora legal para asuntos de los refugiados para el Alto Comisionado de la ONU.
Entre otras cosas, este currículo muestra una cercanía inusual con las Naciones Unidas, que hoy es un actor altamente parcializado de la escena política guatemalteca. Más fundamentalmente, sin embargo, no muestra distancia de Paz y Paz en relación con el problema de la guerra; tampoco mucha experiencia en otros campos de la vida; ni esfuerzo por ponerse en los zapatos de otros; no mucho de “dar” en las relaciones humanas; ni tiempo, o inclinación, para ser una persona “civil”.
Finalmente, y en un grado estremecedor, el currículo de Paz y Paz apunta a la agenda que describieron sus propios observadores comprensivos.
Su interés en los casos de guerra iba más allá de lo profesional. Miembros cercanos de su familia habían sido guerrilleros; y entonces surge el dilema que otro insurgente describió a través de los estudios de la analista legal Karen Engle: “Perdimos la guerra. Lo que nos queda es la justicia. Los juicios son la nueva arena de lucha política.”.
La oficina de Paz y Paz sería una flecha, disparada al corazón de la República —una flecha denominada genocidio.
Fuera de una corte o de un tribunal, tiene poco sentido hablar acerca de quién es culpable de qué. Pero sabemos algo con certeza sobre la acusación de genocidio en Guatemala. Hasta 1999 —cuando Menchú llevó su queja a España, tres años después del final de las hostilidades— nadie había mencionado este crimen en conexión con el conflicto interno de Guatemala.
Cuando Ríos Montt dirigía el país, estuvo de acuerdo con que las Naciones Unidas emitieran un reporte sobre derechos humanos, lo cual hacían anualmente, cubriendo cada año, desde 1982 hasta la firma de los Acuerdos de Paz en 1996.
Ni una vez en estos reportes mencionó el Ombudsman de las Naciones Unidas el crimen de genocidio. La ONU mantuvo otros observadores en Guatemala por varios años, y tampoco mencionaron el término.
Las Naciones Unidas fueron también parte de los acuerdos de 1996. Si hubiera ocurrido un genocidio en cualquier momento del conflicto, sus funcionarios habrían sido cómplices del crimen, si no lo hubieran descrito y denunciado. En su momento jamás lo hicieron.
Pero en mayo de 2013, tan pronto como la condena por genocidio fue anunciada, el alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos enarboló la bandera.
“Guatemala ha hecho historia al convertirse en el primer país en el mundo en condenar a un ex jefe de Estado por genocidio en sus propias cortes nacionales”, declaró el comisionado Navi Pillay, en lo que se había convertido en una frase obligatoria.
Como este respaldo no se correspondía con el silencio previo de la ONU no era un tema para estar aireando.
Aunque es proverbialmente imposible probar en negativo, el hecho de que el crimen nunca fuera mencionado durante su ocurrencia sugiere una evidencia muy fuerte contra el genocidio. ¿Por qué, entonces, tratar de fabricar ese crimen?
La Ley de Reconciliación Nacional que culminó con el conflicto armado en Guatemala había prometido que no habría castigo para delitos como incendio intencional, secuestro u homicidio. Pero proveía una excepción para los “crímenes contra la humanidad”, de los cuales, por supuesto, el genocidio es uno.
Así que, de acuerdo a cierta agenda de enjuiciamientos, si el genocidio no había ocurrido, tendría que ser inventado.
Algunos aliados a la Fiscalía pensaron, aparentemente, que con el énfasis adecuado, crímenes horrendos, como las violaciones y asesinatos en masa, podían ser empujados para que parecieran genocidio. Al comienzo del proceso contra Ríos Montt, en 2013, la ONG de Washington Archivo de Seguridad Nacional argumentó en favor de la condena por genocidio de esta manera:
“Ríos Montt es acusado de ser la mente maestra de una violenta campaña de contrainsurgencia durante su régimen, entre 1982 y 1983, que buscaba destruir a las fuerzas guerrilleras y a cualquiera que las apoyara. Los cargos lo acusan de la responsabilidad por 15 masacres documentadas en la región Ixil del departamento del Quiché, que resultaron en las muertes de 1.771 hombres desarmados, así como mujeres y niños”.
El argumento prueba exactamente el punto que está tratando de derrotar. Una “violenta campaña de contrainsurgencia” o incluso una masacre, es exactamente eso —contrainsurgencia o masacre, no genocidio. Hitler y sus compinches, dueños de la referencia de oro en el campo del genocidio, no mataron a los judíos europeos por estrategia militar. Mataron a los judíos para librarse de ellos y punto —eso es un genocidio.
Ríos Montt no cometió genocidio contra los ixiles, y estos lo sabían. Cuando el “dictador” se había convertido en exdictador y trataba de ser presidente electo, los ixiles, en gran número, votaron por él, llevando a un columnista a preguntarse en un periódico:
“¿Por qué, por el amor de Dios, los ixiles votaron en tres elecciones consecutivas por el General Genocidio?”
¿Por qué, de hecho?
Paz y Paz puede ser una flecha directa para la acusación de genocidio, y sus partidarios lo suficientemente tontos como para llevarle la corriente. Pero había un grupo que quería, y aún quiere, una condena por genocidio, aún sabiendo cuán incorrecta sería; aún sabiendo que el criterio no aplica; aún sabiendo que sería necesario concretar un fraude para lograrla.
Ese grupo era, y es, el Gobierno de Estados Unidos bajo la presidencia de Barack Obama.
Este artículo fue publicado antes por el PanAm Post.
Steven Hecht contribuyó a este artículo.
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