En Chile, lo que inició como una manifestación contra el alza de los pasajes del metro se ha vuelto un esfuerzo de todo o nada para imponer una nueva Constitución. Esta transición hacia demandas sociales radicales no sorprende a quien está familiarizado con las tácticas de la izquierda latinoamericana. Ha ocurrido antes en Venezuela, Ecuador y Bolivia; y, a menos que Chile despierte, desarmará a la economía más libre de la región.
La izquierda chilena –en colaboración con agentes de Cuba y Venezuela– ha aprovechado el descontento social para poner en marcha su toma del poder. Animaron a las personas a asistir a marchas pacíficas y luego traicionaron esa promesa al incitar a la violencia y al vandalismo. Pese a la evidencia, ellos han convencido al público chileno de que la economía de mercado del país es la raíz de todos sus problemas sociales.
Así como en otros países latinoamericanos bajo el asedio socialista, cambiar la Constitución ha sido un sueño de los izquierdistas chilenos por mucho tiempo. Días antes de terminar su periodo, la entonces presidenta Michelle Bachelet forzó el asunto para su sucesor, el conservador Sebastián Piñera, enviando al Congreso una propuesta para una nueva Constitución.
Tras enfrentar la destrucción semana a semana con un costo estimado de $1.400 millones y la pérdida de 70.000 plazas de empleo, el Gobierno cedió. La administración de Piñera llegó a un acuerdo con los partidos de oposición para realizar un plebiscito en abril de 2020 sobre la reescritura de la Constitución.
La batalla por la opinión pública está perdida por ahora
Los líderes de las protestas han argumentado que la actual Constitución es una imposición de la era de la dictadura que impide el progreso social. En realidad, los legisladores elegidos democráticamente la han modificado en 43 ocasiones y han reformado 256 provisiones desde que fue aprobada en 1980. Desafortunadamente, la izquierda puede ir por ahí dando afirmaciones erróneas porque la mayoría de chilenos no conocen la historia constitucional.
El desconocimiento está pasando factura. De acuerdo con las últimas encuestas y una consulta ciudadana, el 85% de los encuestados dijo que votarían por una nueva constitución. ¿Las razones? Un sistema de jubilación más generoso, mejor asistencia médica estatal y educación pública de mayor calidad son las principales preocupaciones.
Los motivos mencionados son desconcertantes, puesto que la actual Constitución ya incluye el derecho a la educación, a la salud y a la seguridad social. De hecho, el Gobierno chileno tiene la obligación de proveer esos servicios.
Si el pueblo chileno está insatisfecho con estos, la legislación es el instrumento apropiado para ajustar su provisión y asignar más recursos si fuese el caso. Lo mismo aplica para otras demandas como salarios más altos. La Constitución vigente otorga un marco para resolver todos estos asuntos por medio de los sistemas legales y judiciales.
Esto no es suficiente para la agenda de las izquierdas. Los activistas radicales chilenos buscan expandir los derechos básicos y establecer un papá Estado que abarque todo. Una nueva Constitución sería su oportunidad para orientar el sistema político hacia un concepto de Estado socialista. Quieren que la centralización del poder sea aplicada arbitrariamente –por ellos–.
Hemos visto esta película antes
El camino a la servidumbre de Chile está fundamentado en la experiencia de los países vecinos. La creación de una nueva Constitución ha sido la forma en la que los regímenes socialistas en Venezuela, Ecuador y Bolivia se han aferrado al poder por décadas.
En abril, los chilenos irán a las urnas para elegir si quieren una nueva Constitución o no y, muy importante, quién la escribirá. Las alternativas son una asamblea constituyente, en la cual los miembros son elegidos para este propósito, o una convención mixta, en la cual diputados y ciudadanos elegidos comparten la mitad de los escaños. Los socialistas latinoamericanos siempre han preferido las asambleas constituyentes, llenas de sus simpatizantes, para contar con la capacidad de debilitar los pesos y contrapesos institucionales.
Una convención mixta ofrece lo mejor de los dos mundos. Incorpora a ciudadanos elegidos democráticamente en dos contextos diferentes: antes y después de la conmoción social. Este método también resalta la autoridad del Congreso como el poder legislativo de la nación. Además, mientras más diversidad exista entre los constituyentes, más debate y consenso legítimo habrá. Los participantes de izquierda tendrían menos oportunidad de imponer su agenda.
Como era de esperar, el Partido Comunista se opone rotundamente a una convención mixta. El partido liberal clásico, Evópoli, parte de la coalición gobernante Vamos, la defiende.
Otra forma en la que los partidos izquierdistas de Chile están tratando de tomar el poder es mediante la inclusión de los jóvenes de 16 y 17 años en el padrón electoral. Ellos se han percatado cómo los regímenes socialistas en Brasil, Nicaragua, Argentina y Ecuador lograron mayorías en las elecciones debido a la ampliación generacional de su clientela. Tienen todas las razones para esperar que los adolescentes chilenos voten a su manera: las recientes protestas iniciaron con estudiantes progresistas de secundaria.
El Gobierno de Piñera, la coalición gobernante y los intelectuales liberales chilenos deben tomar la posta. Dada la inmensa mayoría a favor de una nueva constitución, ellos deben enfocar la campaña en asegurar una convención mixta y un documento que conserve los pilares de Chile: mercados libres, imperio de la ley y derechos de propiedad.
Las protestas violentas en 2019 por los radicales socialistas han causado que Chile pierda miles de millones de dólares en perjuicios, producción, comercio e inversión. Más de 140,000 chilenos han perdido sus trabajos. El país entero necesita darse cuenta que más de lo mismo vendrá con un contrato social que pisotee los cimientos que han hecho de Chile una historia de éxito.
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