La revista The Economist se ha sumado a las filas de los medios convencionales con contenido que repite como loro los puntos temas de discusión del gobierno de Estados Unidos. El artículo publicado el 12 de abril, “Los sistemas legales de Centroamérica son cada vez más corruptos” es extenso en narrativa y escaso en hechos.
El artículo menciona que quince funcionarios judiciales fueron forzados a huir el año pasado. Esto es incorrecto. Ellos eligieron huir por miedo de enfrentar cargos debido a mala conducta fiscal o judicial.
Los posibles delitos surgirían de supuestos atajos tomados en su empeño por fiscalizar casos anticorrupción favorecidos por el Departamento de Estado de EE.UU. y su difunto instrumento de la ONU: la Cicig. Esta comisión autodenominada como anticorrupción dejó Guatemala cuando su término expiró en 2019.
Haciendo eco a las críticas alineadas con Estados Unidos acerca de la persecución judicial a estos funcionarios judiciales que dejaron el país, The Economist no aborda los méritos de los potenciales casos.
El artículo inicia citando a un comerciante ambulante que vende documentos legales en las calles: “La ley es un negocio… Las leyes que yo vendo no se aplican; en su lugar, los que tienen dinero abren su camino”. Esto también es cierto en Estados Unidos, desde donde se lidera la lucha contra la corrupción ampliamente politizada en Guatemala.
Guatemala no es el único país donde los que tienen fuertes conexiones de poder y políticas reciben trato especial. Tan solo pregunten a Kevin Clinesmith, el abogado del FBI que falsificó evidencia para renovar una escucha telefónica en contra de uno de los asesores de campaña de Donald Trump. Clinesmith fue absuelto de su tiempo en prisión por un juez federal. El caso de Hillary Clinton es otro. Ella apenas tuvo que pagar una multa simbólica por haber violado las leyes electorales federales. Luego tenemos a Hunter Biden, bajo investigación penal por el Departamento de Justicia que responde a su padre. El presidente Joe Biden se niega a designar un consejo especial, pese a los evidentes conflictos de interés.
The Economist desprestigia por asociación. Trata de poner al presidente guatemalteco Alejandro Giammattei en el mismo saco del expresidente de Honduras, Juan Orlando Hernandez, quien está efectivamente acusado de participación en narcotráfico. Las acusaciones en contra de Giammattei son por haber recibido fondos de campaña de forma ilícita, algo por lo que no sería procesado seriamente en Estados Unidos si fuera un miembro prominente del partido demócrata.
Estas acusaciones son hechas por un testigo anónimo que admite que nunca ha conocido a Giammattei. Él dice que escuchó una conversación telefónica en la que decían que dejaban dinero bajo la alfombra de la entrada principal de la casa de Giammattei — a cambio de los derechos para operar parte del puerto guatemalteco—. Esta denuncia es tan creíble como la declaración de Biden de que nunca ha hablado con su hijo sobre el lucrativo tráfico de influencias que llevó a cabo cuando acompañaba a Big Guy en vuelo vicepresidencial cuando él ocupaba dicho cargo.
The Economist exclama que “los políticos y los criminales constantemente buscan formas de influir en las cortes”. Ellos no son los únicos. Los embajadores extranjeros han hecho su presencia prominente en varias ocasiones en procesos judiciales guatemaltecos. Estos son claros intentos por persuadir a los funcionarios judiciales para que cumplan su trabajo como ellos lo esperan. Esto es demasiado para la “independencia” judicial supuestamente defendida por el Departamento de Estado, sus agentes locales y sus secuaces mediáticos en Centroamérica.
The Economist indica que “es muy poco probable que Giammattei o Hernández sean procesados en su país de origen”, como si fuera un asunto fácil abrir un proceso penal en contra de un jefe de estado vigente o previo en Estados Unidos o la Unión Europea.
El artículo continúa lamentándose que el predecesor de Giammattei, Jimmy Morales, se libró de la Cicig “que, por más de una década, había ayudado al fiscal general a investigar a políticos y empresarios con supuestos cargos de corrupción”. De nuevo, esto no es cierto. La Cicig no estuvo en contra de empresarios con supuestos cargos de corrupción hasta 2015-2016, porque ese no era su mandato. Cuando lo hizo, no cumplió con el debido proceso de la ley. Este es el legado problemático de la Cicig.
Como lo informó (ya se imaginan) The Economist, los abusos procesales de la Cicig han sido criticados devastadoramente por nada más y nada menos que Bill Browder, acreedor del Premio Lantos de Derechos Humanos en 2019. Browder “es reconocido como la fuerza motora detrás del movimiento global por las sanciones Magnitsky, el mecanismo de aplicación de la ley más consecuente del movimiento moderno por los Derechos Humanos”. Con el líder global de los DD.HH. oponiéndose firmemente a la Cicig, quizá Estados Unidos haría bien en encontrar otro modelo de justicia para imponerlo a otros países.
En lugar de juicios mediáticos e intentos para cooptar sistemas judiciales extranjeros y hacerles a su imagen y semejanza, el gobierno de EE.UU. debe enfocarse en los graves problemas de su propio sistema judicial. La justicia estadounidense está infestada de problemas que incluyen, como Reuters informó en 2020, más de 1.500 casos de mala conducta judicial con sanciones escasas o nulas. A esto, se puede añadir la abyecta politización de sus instituciones claves bajo las administraciones de Barack Obama y Biden, como ejemplifican incidentes que involucran al IRS, el FBI, la CIA, y el Departamento de Estado.
Con un escándalo tras otro invadiendo a estas instituciones que una vez fueron respetadas — y con nadie que se crea las explicaciones que descaradamente se autoproclama el gobierno estadounidense—, EE.UU. haría bien en reflexionar en su propia crisis democrática. Sería de gran valor entender el porqué muchos funcionarios extranjeros no quieren que la justicia se aplique al estilo de EE.UU. en sus países. Los medios de comunicación como The Economist también harían bien en reconsiderar el daño que le hacen a su credibilidad cuando repiten unánimemente la narrativa del gobierno estadounidense.
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