La primera vuelta de las elecciones presidenciales en Guatemala concluyó, y la sorpresiva ganadora es… la propia Guatemala. La competencia entre los variados candidatos había sido en gran medida ensombrecida por la imposición de cargos criminales, apenas unos días antes de los comicios, contra el presidente y la vicepresidenta, una situación que llevó al país al borde de un golpe de Estado.
De hecho, al menos un medio internacional fue lo suficientemente franco como para puntualizar que las elecciones fallaron en atender una demanda ampliamente extendida en el país —la de que las elecciones, en sí mismas, no ocurrieran, porque serían unos comicios que “ofrecían pocas alternativas a la vieja guardia”.
El intento de invalidar los comicios fue poderoso. ¿Cómo quedó descarrilado? En pocas palabras, la gente se levantó y reclamó su derecho a elegir. Cuando se realizaron los comicios, el Tribunal Supremo Electoral pudo afirmar que 70,38 por ciento de los votantes registrados habían ejercido su derecho a sufragar. Esta es la cifra más alta en los 30 años del sistema electoral vigente en Guatemala.
Es también un porcentaje más alto que cualquiera que se haya visto en una elección presidencial estadounidense desde 1900.
Mientras esto sucede, los medios estadounidenses se habían burlado en forma abierta de los comicios, dado el sórdido melodrama que se desplegaba cuando la ex vicepresidenta, y luego el presidente en ejercicio, fueron a la cárcel solo días antes del proceso electoral.
“Hay elecciones en Guatemala hoy, pero ¿a quién le importa”, era el titular de allmediany.com.
“Con, aparentemente, todo el estamento político bajo sospecha o investigación por corrupción u otro tipo de sinvergüenzuras, el excomediante y relativamente recién llegado a la política Jimmy Morales parece llevar la punta, si las encuestas guatemaltecas son creíbles —que no lo son”.
En realidad, las encuestas estaban en lo cierto. El chico nuevo terminó delante de los dos candidatos “del sistema” por un margen sustancial. Estos —politicos con los cuales la clase política se puede sentir cómoda— son el exfavorito en las encuestas Manuel Baldizón, y la ex primera dama Sandra Torres, quien en 2011 se divorció de su esposo, el expresidente Álvaro Colom, para poder ser elegible para sucederlo.
Torres es la preferida de la clase política; también es inflexible en su apoyo a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, la Cicig, sin la cual, afirma, no podría gobernar.
Mientras escribimos este artículo, Torres mantiene una ligera ventaja sobre Baldizón por el segundo lugar y un puesto en la segunda vuelta. Afirma que fácilmente vencería a Morales en este balotaje; pero el domingo fue el día de Morales, y él bien podría obtener el triunfo en las elecciones planificadas para el 25 de octubre.
La importancia de la posición de Morales es que ella plantea el tipo de amenaza al orden político interno de Guatemala que había sido calificada de “imposible” por los expertos. Un comodín está suelto en la política local —y no parece probable que los poderes constituidos lo acepten de buen grado.
La crisis preelectoral había sido desencadenada por la Cicig. Como agencia de las Naciones Unidas, la Cicig se describe a sí misma como “un cuerpo independiente e internacional, diseñado para dar apoyo al Ministerio Público, la Policía Nacional Civil y otras instituciones del Estado”.
En la actualidad, la Cicig es un cuerpo extraño en el corazón del Estado guatemaltecos, que recuerda a los temidos emisarios papales de antaño. Un actor político, no un árbitro de la legalidad. En sus preferencias, y en violación de su propio mandato, la Cicig apoya firmemente la red de milicias guerrilleras que están, en este momento, enseñoreadas sobre gran parte de la población rural de Guatemala.
La Cicig ha denominado a estas milicias “grupos de derechos humanos”. Las milicias fueron protegidas de la última fiscal general de Guatemala, Claudia Paz y Paz —un hecho que los fiscales de su despacho descubrieron con decepción.
A comienzos de este año, cuando el mandato de la Cicig se aproximaba a su fecha de renovación, la oposición a la continuidad de su existencia provenía de los niveles más altos. Roxana Baldetti, la vicepresidenta que ahora está presa por cargos de corrupción, declaró que Guatemala “no necesitará para siempre de alguien que la ayude a cruzar la calle”.
El presidente Pérez, sin decir nada tan extremo, también dejó sentadas sus dudas sobre renovar la Cicig. En abril de 2015, la Cicig contraatacó implicando a Baldetti en una investigación por corrupción. El presidente captó el mensaje: El 23, anunció que le pediría al secretario general de la ONU que extendiera el mandato de la Cicig por otros dos años.
Pero la aquiescencia de Pérez no lo salvó. Al contrario, lo hundió; tras cumplir con requisitos urgentes para mantener a la Cicig —incluyendo una rogatoria del embajador de Estados Unidos— Pérez fue estafado por la misma gente a la que había acordado que deseaba tener alrededor. Fue un golpe político, vestido con el ropaje de la Ley y la ética.
¿Por qué lo hizo la Cicig? El motivo evidente era el de perturbar las elecciones. En todo el año previo, o incluso antes, varios grupos radicales habían argumentado que la corrupción oficial en Guatemala hacía al país no apto para la democracia.
En lugar de eso, decían los grupos radicales, las elecciones deberían ser suspendidas en favor de una Asamblea Constituyente y una exhaustiva reforma social.
Esa fue precisamente la fórmula que Fidel Castro le ofreció a Cuba en mayo de 1960. Hoy, 55 años después, parece que el pueblo cubano aún no está lo suficientemente maduro como para elegir a sus líderes.
La acción de la Cicig contra Pérez envalentonó a los radicales antisistema a presionar por sus programas, que la prensa internacional respaldó sumisamente. Al tiempo, la caída de Pérez y Baldetti despertó a una enorme facción, con la cual, en apariencia, la Cicig no había contado.
Esa facción era el propio grupo que Pérez había dicho que lo reivindicaría —la gente a la que él llama “la Guatemala profunda” —, la vasta clase baja que lucha por su sustento diariamente, y odia visceralmente el régimen corrupto que da al traste con sus oportunidades sociales.
El populacho no siente amor por Pérez, a quien correctamente ven como otro político aprovechado. Pero odian a los enemigos radicales de Pérez de igual forma, al menos —y en este día de elecciones, que los radicales estaban esperando convertir en un fiasco, la gente se volcó, en cifras de récord, para hacer que se conocieran sus deseos.
Claudia Paz y Paz, quien, como la última fiscal general de Guatemala, llevó al país a nuevos extremos de conflicto social, es ahora una profesora residente en la Universidad de Georgetown, donde el establishment de política exterior del Partido Demócrata la ha resguardado. En una entrevista con la revista New Yorker, Paz y Paz predijo: “Estas elecciones no se llevarán a cabo bajo circunstancias normales. El voto en las áreas urbanas probablemente sea muy bajo. La gente ya no cree en el sistema político”.
La revista tomó la declaración de Paz y Paz y la convirtió en su titular. Resultó ser absolutamente falsa. Pese a las amenazas de ruptura, y a pesar de algunas debilidades, la votación fue ordenada y gigantesca.
Para el mediodía del domingo, cerca de 52 por ciento del electorado registrado en Guatemala había votado. Para ese momento, ya los guatemaltecos iban a la par con los electores de los comicios presidenciales en EE.UU., quienes, desde 1972, han concurrido en aproximadamente 50% a las urnas. Para el final del día, en porcentaje de participación, la estadística en Guatemala había superado a las cifras de votación en Estados Unidos en cualquier competencia electoral desde 1900.
Ahora, parece, el gigante dormido no ha solamente despertado, sino que lanzó un candidato comodín al enquistado e intensamente conservador ambiente de los políticos guatemaltecos. Estos políticos estarán especialmente golpeados si Morales gana y ejecuta exitosamente un plan contra la corrupción oficial. Sería la última catástrofe para el establecimiento de los poderosos, cuyo manejo del país depende, directamente, de la corrupción.
Aunque pueda parecer extraño, Guatemala está gobernada actualmente por el “pináculo” de una élite adinerada, que trabaja en tándem con la facción radical, o de guerrilla. Es una alianza complicada y exótica, en la cual la élite frecuentemente traiciona los intereses de sus pares oligarcas que no participan del juego.
Los oligarcas del pináculo usan la corrupción para proteger los privilegios que han acumulados, por temor a que un estado de Derecho y los rigores de la competencia económica eyecten a estos líderes cuasi-feudales de su posición de ungidos. La facción guerrillera, por su parte, usa la corrupción como una manera de chantajear a los oligarcas del pináculo y garantizarse poder para ellos mismos.
En este asunto, la guerrilla no actúa en búsqueda de igualdad o de justicia. Están jugando un juego corrupto de su propiedad, con la captura del Estado como objetivo final.
Los funcionarios de la Cicig, como los emisarios papales en los viejos tiempos, se coluden y manipulan en el balance de fuerzas para encontrar un lugar seguro para sí mismos. Están del lado de la guerrilla; y gracias a Estados Unidos, tienen un “gran garrote” que han utilizado para obtener concesiones del Gobierno de Pérez.
Al descabezar literalmente el Estado, la Cicig hizo su mejor jugada con el arresto de Pérez. Él y Baldetti, víctimas de la Cicig, están perdidos para la historia. No podrán encontrar reivindicación en el sistema judicial guatemalteco, donde una persona de bien puede ser arruinada por un cuento, mientras un asesino sale libre con un soborno. Lo mejor que pueden hacer es salir de la cárcel, tomar sus ahorros y escabullirse.
Pero la Cicig, ahora, tiene sus propias dificultades. Ha cerrado su papel como jugador del sistema. Pérez, con todas sus faltas, hizo todo lo que el sistema esperaba de él; mientras, la Cicig, con el respaldo de Estados Unidos, aceptó los favores de Pérez y luego lo envió a la cárcel.
Es una lección sobre la Cicig que ningún presidente futuro, cualquiera sea su color político, está destinado a olvidar. Si no cumples con tu parte del trato, nadie quiere negociar contigo. Aún en la corrupta Guatemala, es una señal de deshonor.
Los partidarios de la guerrilla, en tanto, están enfrentando otro tipo de peligros. La administración de Obama, un apoyo confiable, se ha cernido detrás de su programa durante los últimos seis años. En 2016, eso podría terminar. Un presidente republicano, con certeza, halará el cable del poder guerrillero en Guatemala, lo que significa que también cortará la corriente para la Cicig. Incluso el ascenso de un demócrata moderado podría tener el mismo efecto.
Como ha mostrado la protesta popular de las últimas semanas, y como han confirmado masivamente las encuestas, la cadena de eventos liberada por la Cicig ha puesto a la “Guatemala profunda” un poco más cerca de la acción política.
Ese hecho obligó al embajador de Estados Unidos, Tom Robinson, a fingir alegría. En la elección del domingo, se plantó frente a las cámaras para decir que había viajado alrededor del país y había visto con sus propios ojos que el proceso iba bien encarrilado. El embajador aseveró que estaba contento de que el pueblo guatemalteco usara los comicios para tomar su destino en sus propias manos.
Lo que comenzó, entonces, como un sórdido melodrama político tiene una oportunidad de final feliz. Las clases políticas tienden a alinearse con motivaciones bien entrenadas; pero el pueblo, como diría Abe Lincoln, siempre tiene el poder de sorprendernos.
Este artículo reportaje fue publicado antes por el PanAm Post.
Steven Hecht colaboró en este artículo.
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