A finales de noviembre, un curioso informe fue publicado en un periódico guatemalteco. El embajador estadounidense Todd Robinson anunciaba que pediría un mayor compromiso del presidente electo, Jimmy Morales.
El embajador quería que Morales se comprometiera a satisfacer el deseo del pueblo guatemalteco por “un cambio profundo del sistema político e institucional del país para combatir la corrupción y la impunidad”. Jugó rudo. Para ser sinceros, la realidad es que el presidente Morales ha sido un forúnculo en la parte trasera del Gobierno de Barack Obama. Obama y su gente son bastante sensibles cuando la realidad se interpone en sus ideas, y Jimmy Morales no era parte de esas ideas.
La exprimera dama Sandra Torres, la respuesta de Guatemala a Hillary Clinton, era una candidata de mayor agrado para Obama. Cuando en la embajada de Estados Unidos se desajustaban sus corbatas y hablaban de 2016, siempre era gente como Torres la que surgía en las conversaciones. Pero luego Jimmy Morales llegó de la nada y derrotó a Sandra Torres en la primera y segunda vuelta de la elección presidencial.
La primera respuesta de los detractores de Jimmy fue difundir el cuento de que su partido político era controlado por los “militares guatemaltecos”. En el mundo de lo correctamente político, esta acusación es equivalente a ser un enfermo de lepra— y mucho peor que ser señalado como yihadista. En efecto, son los políticamente correctos —y no los supuestos amigos de Morales— quienes hacen concesiones a la yihad global.
La gente en la embajada de Estados Unidos probablemente encuentre esa afirmación inaceptable. ¿Cómo podría alguien sugerir que su punto de vista se asemeja más al de los yihadistas?
En caso de dudas, tomemos como ejemplo el mundo del embajador Robinson. Sus dos predecesores inmediatos, junto con dos secretarios del Departamento de Estado, han estado colaborando desde 2009 en construir el país.
Al día de hoy, vastas areas del interior del país están gobernadas por milicias armadas sin legitimidad alguna de la ley, y las fuerzas de seguridad son casi impotentes para controlarlas. La responsabilidad de gran parte de esta situación es de Estados Unidos.
Las milicias puede ser definidas según la frase que las describe como “cuerpos ilegales y estructuras clandestinas de seguridad” y eliminarlas es el objetivo declarado de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), instalada por Naciones Unidas. No obstante, la Cicig ha hecho lo contrario. Respalda a las milicias, a las cuales la comisión describe como “grupos de derechos humanos”. Y todo este tiempo, han tenido el respaldo de Estados Unidos.
Esto se vio con total claridad en 2012, cuando la fiscal Gilda Aguilar intentó imputar a 10 personas por violencia guerrillera. La fiscal general Claudia Paz y Paz removió a Aguilar del caso, y le informó que la milicia era un “grupo de derechos humanos” y como tal, de acuerdo con políticas de la ONU, tales grupos debían recibir “consideraciones especiales”.
Aguilar atravesó un brutal proceso disciplinario en el Ministerio Público. Además, su vehículo —que recibió decenas de impactos de bala— fue emboscado en un camino de montaña; un guardia de seguridad resultó gravemente herido.
Desde el comienzo, el Ministerio Público obstruyó la investigación por el intento de asesinato, tratando el caso como si no fuese un delito. Pero mientras la causa aún estaba en boca de todos, dos ciudadanos estadounidenses —uno de ellos, Steve Hecht, coautor de este artículo— procuraron reunirse con el embajador estadounidense, Arnold Chacón.
Los dos estadounidenses le ofrecieron sumar a la propia Aguilar a la conversación. Chacón, que había demostrado un interés en reunirse con guatemaltecos por su cuenta, mostró, en este caso, rechazo a la idea de ver a Aguilar.
Para la fiscal general, y aparentemente también para el embajador, Aguilar era una persona no grata por su trabajo para exponer las operaciones de las milicias.
El Comité de Unidad Campesina (CUC), cuya corrupción fue descubierta por Aguilar, es precisamente el tipo de organización —fuertemente armada y trabajando al margen de la ley— que los acuerdos de paz de de 1996 intentaron eliminar. Pero el CUC y otros grupos similares actúan libremente en gran parte de la Guatemala rural.
Las milicias son descendentes directos de las guerrillas armadas que intentaron tomar el poder durante la duradera insurgencia del siglo pasado. Hoy, se justifican a ellos mismos sosteniendo que son autoridades indígenas, ambientalistas o proveedores de justicia social. Este tipo de etiquetas engañosas son del gusto del Gobierno de Obama.
Las milicias se oponen firmemente a los proyectos de desarrollo, los cuales son caracterizados como invasiones a sus comunidades de origen. Los integrantes de las milicias atacan las propiedades de grandes empresas y coaccionan a su personal, mientras la policía se hace a un lado al verse superada por el poder de fuego, y por tener que obedecer la orden de no aplicar la ley impartida por sus superiores.
Las restricciones sobre la policía son una realidad también en Estados Unidos, donde Obama ha trabajado exitosamente para lograrlas.
Las milicias ofrecen a los ciudadanos incentivos económicos para que formen parte de sus protestas. Si los ciudadanos rechazan la oferta, las milicias les imponen multas del mismo monto. Quienes se nieguen a unirse a las milicias o pagar las multas son obligados a realizar “trabajo comunitario”.
Los que optan por no obedecer a las milicias son amenazados, agredidos e incluso encarcelados en sórdidas prisiones clandestinas que muchos han tenido la desgracia de experimentar de primera mano.
Hemos visitado un pueblo en la región occidental de Guatemala ocupado por otra milicia, el Frente de Defensa de los Recursos Naturales (Frena). Hablamos con un gran número de residentes que expresaron su descontento de vivir en el territorio controlado por Frena.
Los ciudadanos estaban afligidos por que un proyecto para construir una planta hidroeléctrica está bloqueado hace cuatro anos, y la policía no puede proteger a los locales de la milicia —una circunstancia que fue confirmada por fuentes policiales.
Cuando solicitamos una entrevista con el líder de Frena, recibimos —en lugar de la prometida entrevista— una muestra del poder intimidatorio de la milicia. Fuimos rodeados en la plaza principal y sujetos a una arenga sobre los derechos de los indígenas — incluida una referencia a la Convención 169 de la Organización Mundial del Trabajo.
Grabamos todo el intercambio en un grabador digital; parecí una conversación salida de la película El Padrino.
Aunque la policía estaba a unos metros, sabíamos que estábamos por nuestra cuenta, y no teníamos duda de que las cosas se hubiesen puesto peor si fuéramos locales, sin recursos en el mundo exterior.
En mayo de este año, el embajador Robinson visitó el interior del país y calificó como “trágica, muy trágica, muy triste” las condiciones de vida que observó en las zonas rurales de Guatemala, por las que responsabilizó al “robo de recursos”.
Los autores de este artículo, ciudadanos estadounidenses, somos rápidos para aprovechar cuando asoma un rayo de luz. Steve Hecht le escribió al embajador y le ofreció por segunda vez que Gilda Aguilar se reuniera con funcionarios estadounidenses para discutir cómo las milicias mantienen en el subdesarrollo a las áreas rurales y oprime a sus habitantes —un tema que conoce como experta.
Tras unos intercambios con empleados de la embajada que nos comunicaron que arreglarían la reunión, la comunicación quedó a oscuras. Seguimos con otras cosas, olvidando una regla importante: incluso si no le prestas atención a la oscuridad, la oscuridad te puede estar buscando.
Este artículo fue publicado antes por el PanAm Post.
Steven Hecht colaboró en este artículo.
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