Por Aram Bakshian
Adentrándome unas pocas páginas en la conmovedora narración de David Landau de cómo la revolución cubana impactó la vida de una familia, me encontré a mí mismo recordando la noche de año nuevo de 1958.
Estaba reunido con otros dos jóvenes adolescentes del vecindario, Kevin Drew and Jim Taylor, en nuestro barrio de Washington D.C. Jim tenía una radio de transistores —en ese entonces alta tecnología de vanguardia— y poco después de medianoche un anuncio informativo comunicó que Fulgencio Batista, dictador de Cuba por mucho tiempo, había huído del país ante el levantamiento popular.
Fidel Castro, un líder insurgente con vínculos izquierdistas conocidos, pero poco difundidos, estaba preparado para hacer su ingreso triunfal en La Habana. El New York Times —que había publicado una serie de artículos sobre Castro con notorio alivio— no podía estar más feliz.
Tampoco Jim y Kevin, ambos festejaban a Fidel como un luchador heroico de la libertad. Como adicto a las noticias con un rasgo de escepticismo, yo no estaba tan seguro. “No aplaudan tan rápido,” les dije. “Regresen en un año y me cuentan qué es lo que piensan”.
No tomó un año que cambiaran su parecer. Las ejecuciones masivas de Castro, sus furiosas vociferaciones marxistas y anti estadounidenses y sus formas dictatoriales pronto abrieron los ojos de la mayoría de estadounidenses, excepto Bernie Sanders y amigos. Pero el daño estaba hecho, y el mundo, especialmente el pueblo cubano que tanto ha sufrido, ha pagado el terrible precio por más de sesenta años.
En Hermanos de vez en cuando, David Landau, un observador veterano de asuntos cubanos y latinoamericanos, cuenta una historia grande enfocándose en un reparto pequeño: dos hermanos, además de la gente y los eventos que tocaron sus vidas.
Los hermanos, escribe Landau, “no fueron presidentes ni nada parecido. Durante su vida tuvieron sueños de gloria, pero ahora, si pudieran hablar desde el más allá, solo pedirián la verdad. Incluso cuando buscaban la gloria, fueron obsesivamente fieles a los hechos. Pagaron un alto precio por sus escrúpulos. Lo menos que uno puede hacer al escribir una historia sobre ellos es seguir esa misma norma.”
Es un estándar alto, pero el autor lo consigue. En el corazón de su historia está la familia Rivero. El padre, apodado “Riverito” (1904-1975), era un hombre hecho a sí mismo que creció en la pobreza rural y se convirtió en un periodista exitoso y el director del cuerpo de prensa de La Habana (incluso durante el gobierno de Batista, este era uno de los más vigorosos, sofisticados y diversos en América Latina).
Su bella esposa, Delia (1912-1983) —una madre estricta como ninguna— se probaría a sí misma como una torre de fortaleza tanto para su esposo como para sus hijos, Emilio, apodado “Emi” (1928-2016) y Adolfo (1935-2011). Los dos hermanos Karamazov latinos de nuestra historia eran talentosos, inteligentes, jóvenes guiados por valores, pero con diferentes personalidades y perspectivas. Emi, ya un abogado exitoso en 1958, era elegante, extrovertido y seguro de sí mismo, era un espíritu resistente y libre, con una apreciación instintiva por la libertad individual. Adolfo, aún en la universidad y un franco converso al comunismo, era una persona enfurruñada con anteojos, un verdadero creyente novel impulsado por una ideología impersonal.
Para combinar metáforas rusas, Adolfo era un poco como Strelnikov en Doctor Zhivago de Boris Pasternak, un hombre intrínsecamente decente consumido por un ideal destructivo que encaja peyorativamente a la humanidad personal como “sentimentalismo”. A diferencia de Strelnikov, Adolfo vivió lo suficiente para ver su error en una desilusión paulatina con Castro, el comunismo soviético y las ideologías colectivistas en general.
Mientras tanto, Emi, luego de arriesgar su vida en las líneas delanteras para derrocar a Batista, fue ágil en reconocer al nuevo demonio de la marca brutal del marxismo megalomaniaco en Castro, y luchó contra la nueva tiranía con el mismo coraje e integridad que lo hizo con la primera. Aquella contienda eventualmente lo llevó a prisión y, en un momento, cuando fue cuestionado por un miembro de las fuerzas de seguridad de Castro, Adolfo de hecho sugirió que su hermano debería ser fusilado como un traidor.
Luego de pasar cerca de dos décadas como un prisionero político en las cárceles de Castro, Emi, quien nunca se retractó y soportó un increíble sufrimiento, salió intacto y fue a Estados Unidos.
No hay finales perfectos en un mundo imperfecto; de vez en cuando, solamente hay resoluciones. Un Adolfo desilusionado, declarado persona no acreditada por el régimen de Castro, se convirtió en un activista de derechos humanos y, como su hermano antes de él, fue capturado.
Al final, con ayuda de sus amigos y familiares, también se fue a Estados Unidos, donde ambos hermanos compartieron sus fascinantes historias con el autor. Landau entrega un hilo narrativo lúcido, tejiendo sus vidas en los tiempos turbulentos que vivieron en el camino.
¿La moral? Como David Landau nos recuerda, “personas ordinarias y decentes… están en peligro constante ante fuerzas como las que atormentaron a los Rivero. Sin embargo, los atributos expuestos en esa familia prevalecerán en contra de cualquier esfuerzo para arrebatar la humanidad de uno, no importa cuán determinado o hábil sea”.
* Aram Bakshian Jr., ex asesor de los presidentes Nixon, Ford y Reagan, ha escrito ampliamente sobre política, historia, gastronomía y artes.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Washington Times.
Join us in our mission to foster positive relations between the United States and Latin America through independent journalism.
As we improve our quality and deepen our coverage, we wish to make the Impunity Observer financially sustainable and reader-oriented. In return, we ask that you show your support in the form of subscriptions.
Non-subscribers can read up to six articles per month. Subscribe here.