La resistencia se generaliza
Sur de la provincia Oriente, mediados de 1957. Las fuerzas castristas del Movimiento 26 de Julio atacan el puesto rural del poblado El Uvero. La máquina publicitaria de Fidel anuncia el ataque como una gran victoria contra el Ejército, pero había sido poco más que una escaramuza contra fuerzas locales.
A Castro le convino que Batista ordenara la remoción de los campesinos de las áreas en las que los rebeldes estaban activos. Ese movimiento creó simpatía por los rebeldes y sumó prestigio a Castro.
El apoyo al Movimiento 26 de Julio aumentó en muchas ciudades de Cuba. A lo largo de junio y julio explotaron bombas, se incendiaron escuelas y se cometieron asesinatos en nombre del programa del 26 de Julio. Excluyendo el derrocamiento de Batista, el contenido del plan no estaba especificado, pero el 26 de Julio se fortaleció con las medidas represivas de Batista, pues estas le dieron a Fidel Castro el escenario revolucionario que necesitaba.
A mediados de julio llegó a La Habana Earl Smith, el nuevo embajador de Estados Unidos, que de inmediato anunció su visita a la provincia Oriente, sede de las mayores empresas yanquis en la isla y de la base naval estadounidense en Guantánamo. En un esfuerzo por controlar la oposición antes de la visita del embajador, la Policía de Batista arrestó a doscientas personas e hizo una gran captura, la de Frank País —el joven organizador que había liderado el levantamiento en Santiago de Cuba durante el desembarco del Granma—, quien fue rastreado de escondite en escondite hasta ser asesinado a tiros en un callejón.
Cuando se difundió la noticia de la ejecución de quien tenía la simpatía de la ciudad, estalló una huelga general en Santiago. El embajador Smith, que llegó a Santiago el día del funeral de Frank País, se encontró con una grande y ruidosa manifestación de mujeres organizada por la comandante del Movimiento 26 de Julio, Pastora Núñez. La Policía escoltó al embajador y a su esposa hasta el ayuntamiento antes de golpear a las mujeres con porras y arrojarles chorros de agua utilizando mangueras contraincendios. El embajador, conmovido por la violencia oficial, habló con los periodistas y calificó la conducta de la Policía de “detestable”. Mientras una gran procesión llevaba el cuerpo de Frank País a sepultarlo, el embajador colocaba una corona floral en la tumba del apóstol de Cuba, José Martí.
Entretanto Adolfo Rivero, mucho más involucrado en el trabajo clandestino que su hermano mayor, se había unido al Partido Comunista y convertido en un hombre buscado. En todas partes, excepto en casa de sus padres, le llamaban Félix, su nombre subrepticio e insignia de honor.
En la célula de la Juventud Socialista en la que militaba Félix, se desarrollaba un feroz debate sobre cómo el Partido debería relacionarse con la campaña de Castro.
—¿Por qué hay que ir a la Sierra Maestra? La verdadera lucha está en La Habana —afirmó un cuadro.
—La razón es mostrar solidaridad con la campaña del 26 de Julio —dijo otro cuadro.
—¿Te refieres a unirte al ejército guerrillero o a enviar suministros, como medicamentos?
—¡Mira! —dijo un tipo llamado Felipe—. En mi casa tengo una caja de cartón con
muchas medicinas. ¡Me gustaría llevarlas a la Sierra Maestra personalmente!
—¡Estás hablando como un pequeño burgués! —le dijo con desdén el secretario general de la célula—. No podemos comportarnos de manera individualista, debemos actuar como miembros del Partido. —No estoy de acuerdo con eso —dijo César Gómez, amigo de Félix de la universidad—. Si vamos a descubrir qué es lo mejor para el Partido y la revolución, tenemos que pensar por nosotros mismos. ¿No es de eso que tratan las reformas de Nikita? —preguntó deliberadamente, hablando de los esfuerzos de Nikita Jrushchov para hacer que el Partido Comunista Soviético fuera más democrático. Ese rasgo independiente de César era algo que los habituales miembros del Partido ridiculizaban con el término de “autosuficiencia”. Félix admiraba esa naturaleza de César, incluso cuando no compartía su opinión.
—Lo siento, César, sé que la campaña guerrillera es apasionante, pero no creo que con ella lleguemos a algún lado —le dijo Félix con una sonrisa—. Creo que serán las acciones de las masas las que decidan, no un ataque en lugares remotos.
—Una cosa más —dijo Felipe.
—Adelante —accedió el secretario general.
—La Policía sigue vigilando mi casa.
—Entonces no regreses a tu casa.
—¿Y qué pasa con mi madre?
—¡Coño, chico! ¿Quieres que te atrapen? ¡No vuelvas a tu casa, nunca! Había sido un buen consejo. Pocos días después la Policía arrestó a Felipe frente a su casa y lo mató.
Félix, César y otros de su grupo decidieron organizar una marcha en honor al natalicio de Martí el 28 de enero de 1958. Félix preparó folletos mientras otros hicieron una pancarta de seis metros de largo. El grupo se reunió en la esquina de Galiano y San José, una de las intersecciones más concurridas en La Habana, en el apogeo de la hora pico. Desplegaron la enorme pancarta y corrieron por la calle Galiano con gritos de “¡Abajo Batista!”.
Félix entregaba folletos a los transeúntes o simplemente los lanzaba al aire. El grupo giró hacia San Rafael y se le sumaron simpatizantes, convirtiéndose en una verdadera multitud. La Policía contraatacó con palos y revólveres, haciendo sonar sus silbatos con furia. Los manifestantes corrieron en todas las direcciones, tratando de mezclarse con la multitud. De retirada, Félix caminaba nervioso con los bolsillos repletos de folletos. Si la Policía lo atrapaba estaría en serios problemas. Dos cuadras más adelante se encontró con César caminando en sentido contrario a él, tenso y sospechoso. Félix pensaba que su amigo no escaparía al arresto cuando sintió como un alicate agarraba su brazo. Un negro grande, venido de la nada, lo sostenía.
—¿A dónde vas? —le dijo el policía vestido de civil—. Estuviste en la manifestación.
—¿Qué manifestación? —respondió Félix indignado—. Acabo de salir de la librería Minerva. Incluso estaba discutiendo con un empleado allí, vamos a confirmarlo. El público odiaba tanto a los hombres de Batista que si Félix y el oficial hubieran entrado en la librería, cualquier empleado hubiera respaldado su historia. El policía, picado por los modales de clase alta de Félix, dudó.
—¡Por Dios! —dijo Félix con molestia—. ¡Hasta los ciudadanos pacíficos que disfrutan de la lectura tienen que soportar los problemas policiacos! El policía lo dejó ir. Cuando Félix llegó a casa y se quitó la camisa, su madre le preguntó: —¿Qué es eso? Para sorpresa de Félix, las marcas hechas por los dedos del otro hombre aún estaban en su brazo. Él trató de desviar el asunto riéndose.
—Eso fue un policía —dijo la vieja por intuición.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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