Hora de salir de Cuba
La Habana, julio de 1959. Seis meses después de inaugurado el nuevo régimen, Emi Rivero trabajaba cuando el colega Efrén Rodríguez irrumpió en su oficina. Las atractivas facciones de Efrén, parecidas a las del actor Clark Gable, estaban retorcidas de ira y del color de una remolacha. Efrén arrojó su maletín sobre una silla y exclamó como si fuera un personaje de Clark Gable:
—¡Maldita sea! Señor, ¡esto es comunismo!
Aunque no conocía bien a Efrén, Emi entendió perfectamente la queja. El propio Fidel había prometido que las palabras clave del Nuevo regimen serían democracia y gobierno constitucional. Pero ahora parecía que Cuba estaba recibiendo colectivismo y el gobierno de un solo hombre.
Emi tenía contactos con veteranos de la guerra antibatistiana que hablaban en voz baja acerca de volver a tomar las armas. Había estado junto a Efrén en esas filas, pero no lo conocía íntimamente y temió que pudiera ser parte del régimen y estar trabajando como doble agente. Así que Emi le jugó una treta.
—Mira Efrén, tal vez Fidel está jugando con los yanquis. Tal vez está usando a los comunistas como un subterfugio para obtener concesiones o ganar respeto. Cuando la revolución esté segura y los comunistas no le sean útiles, los echará. Los comunistas quizás no estén tan fuertes como parece.
—Buen punto —respondió Efrén—. Pero no refuta lo que dije. Independientemente de lo que él piense que está haciendo, el hijo de puta está vendiendo la revolución a Moscú. ¡Nos está traicionando a todos!
Emi compartía esos temores, pero esperaba que fueran infundados. Había comenzado una nueva familia y era feliz. Si la res publica saliera de su cauce, sería arrastrado a la batalla; su nueva y dulce vida se vería trastornada.
También tenía que considerar a sus padres. No quería inquietarlos con historias desagradables en un momento en que sufrían. Para el verano de 1959, Riverito había perdido su lugar en el mundo. Y algo peor: su hijo favorito, que todavía vivía en la casa, se había convertido en una aflicción constante.
Desde que los viejos se unieron, la vieja había sido la que decía: mudémonos, busquemos un nuevo departamento, construyamos una nueva casa. Ahora ella decidió que ellos deberían mudarse a Estados Unidos.
¿Por qué no irse durante seis meses o un año y esperar un cambio? Era lo que hacían muchos conocidos. Delia estaba segura de que ambos, aun sin saber inglés, serían bienvenidos y se sentirían mejor allí que en casa. Regresarían cuando el tiempo hubiera suavizado las cosas, como siempre pasaba en Cuba.
La vieja puso a la venta sus pertenencias y colocó su residencia de lujo en el mercado de rentas. Emi recibió otra sacudida: una llamada telefónica de su madre, que no era de las que se alarmara fácilmente.
—Te necesito aquí —le dijo—. Tengo problemas con tu padre y con tu hermano.
—¿Problemas? ¿Cómo es eso?
—Tenemos que vender el Volkswagen.
Se refería al escarabajo verde que Adolfo había convertido en miembro honorario del Partido Comunista.
—Lo sé —dijo Emi con simpatía.
—Tu hermano está de muy mal humor al respecto.
—Bueno, está de mal humor. ¿Qué más hay de nuevo?
—El comportamiento de Adolfito es inquietante. Tu padre tiene miedo de acercarse a él.
—¿Miedo de acercarse a él?
—No es común en Rivers. De hecho, tu hermano lo asusta.
Ella solo llamaba Rivers a su esposo cuando se encontraba extremadamente tensa.
—Dime qué debo hacer —le dijo Emi.
—Ven y llévate el auto.
—¿Los papeles están en la guantera? Los necesitamos para la venta.
—No te preocupes por los papeles. Solo llévate el auto.
Emi tomó un taxi para dirigirse al lujoso vecindario de Miramar. Sudaba durante todo el camino.
La familia se estaba desmoronando. ¿Cómo podía ser? No importaba cómo o dónde vivieran —y había sido en muchos lugares— los cuatro siempre habían sido una unidad tan segura como un viejo puente de piedra. Es cierto que los viejos tenían cada uno su favorito; Emi había sido la preocupación especial de su madre, mientras que el amor del viejo por su hijo menor era de altura. Esas desigualdades solo habían hecho que la estructura fuera más sólida y confiable. Sin importar las tormentas que se desataran, el viejo puente de piedra aún estaría allí, brillante y resplandeciente cuando volviera el sol. ¡Cuántos huracanes había visto y olvidado tranquilamente!
Ahora las cosas eran diferentes. En la casa, Emi apenas escuchó quién le había dicho qué a quién. Solo tomó de su madre las llaves del Volkswagen y se lo llevó.
Treinta años más tarde, sentado en el departamento de su hermano, Emi derramó los angustiados recuerdos de aquel día, mientras Adolfo se encogía de hombros para decir que no recordaba nada.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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