Nathan Hale y John Paul Jones en Cuba
Cuando Brand se encontró con su contacto de la CIA en La Habana, no tuvo dudas de que este había llegado al planeta Tierra en un platillo volador. ¿Qué más pudiera decirse de un oficial estadounidense, sacado de las hazañas de John Paul Jones y Nathan Hale, que no solo hablaba puro cubano y tenía un completo dominio de la gestualidad cubana, sino que en su andar y en las bromas que decía era más cubano que los cubanos?
Era el Extraterrestre.
Los estadounidenses mantenían a Brand encerrado en un departamento por orden de J. B. mientras revisaban sus fuentes para asegurarse de que la entrada de Brand a Cuba no se había detectado. Durante ese aislamiento, la única compañía de Brand era el Extraterrestre, quien lo visitaba diariamente con comida, periódicos y revistas.
Tuvieron largas conversaciones. Brand se sorprendió de que el Extraterrestre realizara muchas tareas que se les pudieran asignar a los cubanos. En lugar de desempeñar un papel de burócrata, el Extraterrestre lidiaba con detalles más terrenales. Tal devoción no se podía comprar con un salario.
—El movimiento clandestino es extremadamente fuerte —decía el Extraterrestre una y otra vez—. Los días de Castro están contados.
—Esperemos que tengas razón —respondía Brand preocupado por la evaluación. Un punto de vista positivo mantendría a los norteamericanos en la lucha; pero si el optimismo del Extraterrestre constituía una muestra, sus superiores de la CIA leían mal las cosas.
Después del confinamiento en el departamento, en apariencia interminable, autorizaron a Brand a reanudar sus actividades. Su guía le entregó una serie de disfraces junto con una pistola calibre 45.
—Plinio está de vuelta en La Habana —le dijo el Extraterrestre.
Eso no era bueno, pero por fin Brand estaba en las calles de La Habana, disfrazado de pies a cabeza y listo para la acción. Además de una peluca y un bigote, tenía una hoja de periódico doblada dentro de un zapato para cambiar su forma de caminar; llevaba una faja en la parte superior del cuerpo para echar los hombros hacia atrás y se había puesto un objeto en la boca para alterar tanto su discurso como la línea de su mandíbula.
Al pasar por El Vedado en un taxi, vio a un grupo de escolares en la acera, entre ellos a Emilito, el hijo que tenía con Lizbet. En todos los años transcurridos desde la separación, apenas había pasado una semana sin que Emi viera al niño. Al ver a ese grupo de adolescentes y varias caras familiares, tuvo que contener el impulso de parar el taxi.
Tan rápido como pudo, reunió los hilos de su antigua red. Se puso en contacto con Amparo, la esposa de Plinio. Ella era una pareja ideal que combinaba el coraje de un guerrero con la fuerza femenina de madre y esposa.
A través de Amparo, Brand y Plinio coordinaban sus pesquisas y se encontraban con frecuencia. Plinio trabajaba para establecer líneas de suministro hacia su base en el Escambray. También hizo contactos dentro del Ejército Rebelde, las fuerzas oficiales desde hacía casi dos años.
Brand sospechaba de los contactos que se hacían con el Ejército y no los utilizaba en su propio trabajo, pero el esfuerzo de Plinio consistía en que no hubiera interferencias entre él y Brand, quien en sus propias y frenéticas investigaciones buscaba la manera de crear el caos en La Habana, que consistía en la segunda parte de una doble estrategia. La primera, la parte de Plinio, era apoderarse de una parte del territorio en el campo para levantar ahí una bandera, provocar un gran obstáculo en la gobernabilidad del país y abrir el camino para una intervención desde el extranjero, en el mejor de los casos por una coalición panamericana.
En opinión de Brand, las posibilidades de una disrupción era doble: asesinar a Castro, una idea tan obvia que se había convertido en una imposibilidad práctica; y la otra, atacar la sede del Partido Comunista, idea de Brand que consideraba prometedora.
[De los recuerdos de Emi Rivero]
Muchos de los participantes de la resistencia anticastrista eran aficionados políticos. Animados por la información y respaldo que recibían de Estados Unidos, conspiraban contra cuadros profesionales dirigidos por un líder astuto que tenía el respaldo total de la Unión Soviética, una nación con enormes recursos en el campo de la contrainteligencia y con la experiencia de los viejos comunistas, expertos en el arte de la infiltración.
En esas circunstancias conocí y trabajé con muchos hombres y mujeres que se ofrecían generosamente para una guerra cruel contra un enemigo letal. La mayoría de esas personas habían sido reclutadas y alentadas por altos dignatarios de la Iglesia Católica cubana que habían establecido una asociación utilitaria con la CIA. Durante 1960 y 1961, el líder del grupo de resistencia católica MRR fue Rogelio González Corzo, conocido en la vida clandestina como Francisco, un hombre en la tercera década de su vida. Francisco era una persona extremadamente seria, incansable en sus esfuerzos por construir una red clandestina y llena de coraje en un momento en que el peligro parecía atormentar a todos en el mundo clandestino.
A principios de septiembre de 1960 fui a un departamento en el distrito de El Vedado, esperando ver a Francisco, con quien coordinaría planes sobre zonas de lanzamiento y posibles acciones en La Habana. Pero Francisco no estaba allí. Un médico, Andrés Cao, me dijo que la reunión con Francisco tendría lugar en otra parte de la ciudad, a media hora de distancia. No tuve inconveniente en hacer ese cambio en mi programa, aunque había venido en taxi sin molestarme en usar uno de mis conductores habituales.
El doctor Cao se ofreció a llevarme a la reunión en su automóvil. Cuando salimos del departamento, me sorprendió ver que había estacionado casi frente a la casa.
—Escuche, doctor Cao, cuando usted va a una reunión de este tipo, ¿no deja su auto a cierta distancia del lugar de la reunión?
—No es necesario. Nadie nos está mirando. No debe preocuparse.
No habíamos transitado ni cinco minutos cuando el doctor Cao me dijo que nos estaban siguiendo.
—Cambie de dirección y veremos —le dije, controlando mi ira. Después de varios giros no tuvimos dudas.
—Necesitamos un edificio con dos entradas —le dije—. Dejamos el auto, entramos por una entrada y salimos por la otra. ¿Conoce un edificio como ese por aquí?
—¡Hospital Calixto García! Es un complejo con muchos edificios.
—Bueno. Vamos para allá.
En veinte minutos estábamos en los terrenos del hospital. Cuando estacionamos, el auto que nos seguía se detuvo cerca. Salí y caminé rápidamente hacia uno de los edificios, seguido de cerca por el doctor Cao. Cuando llegué al vestíbulo principal del edificio me paré en una esquina, me quité el bigote, los anteojos y el abrigo, me aflojé el cuello y la corbata, me subí las mangas de la camisa y salí del edificio por la misma puerta que había ingresado. Todo el asunto no tardó más de sesenta segundos. Al salir probablemente me crucé con los oficiales que nos seguían.
Cerca de la puerta principal del hospital, tomé un taxi y llegué a mi próxima reunión. Mis camaradas se rieron de mí por la cólera que denotaba mi voz cuando les conté lo que acababa de suceder.
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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