Rescate cinematográfico
El primer sentimiento de Brand fue que había progresado. Pero al repasar en su mente las respuestas de J. B. se sintió nervioso. La generosidad con el dinero fue el primer elemento que perdió brillo. En situaciones difíciles los estadounidenses derraman dinero. Más que un compromiso, fue una defensa y una trampa. Cuando te dan dinero piensan que les perteneces. Lo que confiere independencia es el armamento, y lo dicho por J. B. sobre el suministro de armas fue apenas una cortesía. Los yanquis retenían las armas que necesitaba. Una noticia fenomenal cortó la tristeza. J. B. lo llamó a otra reunión y le dijo:
—Tenemos a Plinio.
—¿Qué quieres decir con que tienes a Plinio?
—Descubrimos que la gente de Castro allanó el campamento. Arrestaron a la mayoría de los hombres, pero Plinio y algunos otros escaparon. Las fuerzas gubernamentales buscaron a Plinio y no pudieron encontrarlo. Así que fuimos al Escambray y lo encontramos nosotros mismos. Las fuerzas de Castro lo buscaban por toda la isla; no era seguro que se quedara allá. Sentimos que tenía sentido sacarlo.
Brand hizo una pausa para asimilarlo todo.
—¿Y dónde está ahora?
—Está cerca de aquí. Ya lo conocí.
—¡Está aquí!
—No parece cubano en absoluto. De hecho, su rostro se parece al de un oficial británico.
Ese era Plinio, no cabía duda. J. B. había caracterizado al hombre de ojos grises y cabello rubio en una frase. Y la historia que J. B. le contó acalló todas las críticas que tenía.
En Washington, los dos camaradas cubanos se reunieron con frecuencia y continuaron su trabajo: entrenar, pensar, elaborar estrategias, planificar contingencias.
—De una cosa estoy convencido —dijo Brand a J. B.—. Sería un error que Plinio regresara a Cuba en este momento.
—¿Por qué?
—Plinio es un guerrero, no un conspirador. Nadie liderará una batalla mejor que él. Pero por ahora estamos tratando con policías y espías de Castro. Las mejores armas de Castro son sus espías. Si no tienes un sexto sentido sobre el espionaje, no te metas en ese campo de batalla contra Fidel. Plinio no tiene ese sentido. Su escondite fue allanado porque su grupo estaba infiltrado. Si envías a Plinio a Cuba sin armas, volverá a ocurrir lo mismo. Y la próxima vez podría no tener tanta suerte.
—No te preocupes por Plinio. Sabemos lo que estamos haciendo allí. Esa fue la señal para que Brand comenzara a preocuparse. La inteligencia de Estados Unidos había tomado el control de su operación. Ahora el esfuerzo se regía por la agenda norteamericana.
Brand no tuvo que leer mucho entre líneas para saber que él y Plinio no eran depositarios de las esperanzas de los funcionarios estadounidenses. Estados Unidos estaba favoreciendo al Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR), un grupo católico humanista que veía la situación de colores brillantes, demasiado optimista.
Brand conocía bien al MRR. Los veía como personas dedicadas, dignas de respeto, pero carentes de experiencia. A los 32 años, Brand era un veterano de la rebelión antibatistiana, como a los 25 años lo fue su hermano. Pero el grupo de mentalidad católica no provenía de esa lucha. Eran puros cadetes.
Incluso, en sus limitados movimientos por la capital de Estados Unidos, Brand había visto agentes del MRR. Supuso que les estaban diciendo a los estadounidenses que el MRR se había infiltrado en el Ejército de Castro. En opinión de Brand, Castro era el que se había infiltrado en el MRR. Por supuesto, eso no impidió que la gente del MRR dijera lo que los estadounidenses querían escuchar; y era humano que los de la CIA se tragaran esos informes.
J. B. quiso que Brand volviera a La Habana para trabajar allí con agentes norteamericanos. Le darían fondos para establecer contactos, organizar redes anticastristas en las ciudades, encontrar casas de seguridad, “zonas de colocación” de armas, etc. J. B. le dijo a Brand que Estados Unidos no enviaría armas a través de sus propias rutas. Si Brand quería esas armas, tenía que encontrar sus propias vías.
Como consecuencia, Brand pasó semanas viajando entre Washington, Miami y otros lugares, buscando personas y medios para trasladar las armas a Cuba tan pronto como las consiguiera. En medio de su trabajo, Brand invitó a su esposa, Pelén, a viajar de La Habana a Miami. Ella estaba angustiada. Se sentía una viuda con esposo vivo. Había perdido tanto peso que las personas que la conocían bien no la reconocieron en Miami.
Brand le dijo: “Parece que he conseguido un trabajo. Pronto tendrás que llevar a los niños a la embajada y obtener visas”. Mientras más le decía él, menos consciente estaba ella de lo que sabía. Lo primero que no sabía era que Emi Rivero ya no existía. Las autoridades cubanas tenían un registro de su salida del país, pero ese pasaporte lo había retirado la gente de la CIA. Si Brand regresaba, estaría completamente clandestino; sería un hombre sin identidad en la sociedad cubana. Para que Emi pudiera ingresar a Cuba a través de un punto de entrada al país, J. B. le dio un pasaporte que lo convirtió en ciudadano de otro país latino; pasaría por ese país camino a casa y en Cuba entregaría el pasaporte falso a los agentes estadounidenses.
En agosto, Brand había trazado unas posibles rutas para el suministro de armas y estaba listo para partir. El hombre de la CIA, siempre generoso en sus atenciones personales a Brand, lo acompañó al aeropuerto. Antes de subir al avión, Brand le repitió:
—¡No envíes a Plinio de regreso a Cuba! —y agregó— ¡No lo mates!
Esta selección es de Hermanos de vez en cuando de David Landau. El libro, incluido todo el material que contiene, tiene copyright 2021 de Pureplay Press.
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