Nota del editor: Puede leer aquí la parte uno de este artículo.
Toda la corrupción, como hubiese escrito Julio César, está dividida en tres partes. La primera es la propia corrupción, mientras que las otras dos son las posibles formas de repararla.
La primera forma es el proceso judicial lento o de conciencia individual. El segundo, a simple vista, es mucho más atractivo: un promesa de limpiar todo el mundo; crear un mundo en el que los actos de corrupción, o cualquier acto vergonzante, sean inconcebibles.
Ese es el camino radical. Todo lo que se necesita es deshacerse del mundo defectuoso y sórdido que tenemos hoy. Pero el camino radical es también profundamente nihilista; anhela la destrucción y poco interés tiene por un cambio positivo.
La historia ha demostrado que la enfermedad de la corrupción se prolonga e intensifica gracias a la solución radical. De hecho esa solución radical es frecuentemente el origen de actos de corrupción más grandes y envolventes.
Por casi dos tercios de siglo, la República de Guatemala ha luchado contra un proyecto de reformas radicales. Esta amenaza de un cambio radical nunca ha estado más presente en el país que en los últimos siete años.
En 2010, la Cicig — la llamada comisión anticorrupción de Naciones Unidas —urdió la maniobra para que un fiscal general, Conrado Reyes, fuese desplazado de su cargo a menos de un mes después de asumir. La razón, tal como la manifestó la autoridad judicial más importante del país, era que Reyes “pudo haber sido influenciado por el crimen organizado”.
Fue la Corte de Constitucionalidad la que dictó esa graciosa frase luego de que el embajador de Estados Unidos, Stephen McFarland, presionara personalmente para deshacerse del fiscal general.
El reemplazo de Reyes fue Claudia Paz y Paz, quien trabajó codo a codo con la Cicig y el Gobierno de Barack Obama durante su mandato, que finalizó tres años y medio después. Durante su gestión, contribuyó a la dispersión de milicias radicales que se han convertido en su propia ley en gran parte de la zona rural del país.
Cuando Paz y Paz dejó su cargo, se profundizó y amplió el proyecto radical del cual ella era su exponente más visible. Parecía que recién ahora los verdaderos exponentes de la subversión radical estaban empezando a revelar sus rostros.
Uno de estos era la renegada comisión de la ONU, que ostenta el poder cuasi total sobre el Gobierno de Guatemala, y no rinde cuentas a nadie. La gran diferencia es que la Cicig responde a una sola una persona.
Del mismo modo, tres embajadores en Guatemala desde 2009 —McFarland, Arnold Chacón y Todd Robinson— han cometido múltiples violaciones a las convenciones de Viena sobre relaciones diplomáticas, al igual que sus jefes Hillary Clinton y John Kerry.
Cualquiera sea la opinión de uno sobre ellos, estas tres personas son maduras y tienen experiencia. Es improbable que por su propia cuenta hayan decidido llevar adelante estas conductas irresponsables. Pero cada uno de ellos respondía al mismo poder al que servía la Cicig: el presidente Obama.
La velocidad y coherencia con la que la embajada de Estados Unidos satisfizo las necesidades el partido de la guerrilla —incluida la remoción de Conrado Reyes, la designación y apoyo a Claudia Paz y Paz, el respaldo a las ilegalidades del Ministerio Público, el absurdo juicio contra José Efraín Ríos Montt y la reciente remoción de Óscar Platero de Inteligencia Civil— dan cuenta de conexiones de alto nivel entre los radicales en Guatemala y la autoridad presidencial en Washington, que rápidamente envía órdenes a través de la Embajada.
Solo en la segunda mitad de 2015 se pudo ver una expansión del proyecto radical que fue impresionante por su alcance, y aterrador por lo cerca que estuvo de tener éxito. En nombre de la anticorrupción, el Gobierno de Obama y su asistente (la ONU) literalmente degollaron a la cabeza de la república guatemalteca mediante la elaboración de un plan para remover y encarcelar al presidente y vicepresidenta.
Estuvieron cerca de conseguir el objetivo real de cancelar las elecciones presidenciales, y todo esto ocurrió a la vista de los medios estadounidenses, cuya cobertura estaba mal enfocada y era extremadamente superficial.
Solo fue el sentido más básico de autopreservación por parte de los guatemaltecos de a pie el que hizo de las elecciones un éxito impactante; y eligieron a un outsider de la política como presidente. Estados Unidos ya está trabajando para socavar su poder.
Si se siguen las intervenciones en Guatemala y se las compara con las maniobras domésticas de Obama se podrá ver un patrón entre ambos lugares. La diferencia más importante es que la maquinaria mediática de Obama no tiene que cubrir su rastro en Guatemala, porque casi no hay gente desde Estados Unidos observando qué ocurre allí.
[adrotate group=”7″]La gente tiende a actuar de forma más sincera cuando no se siente observada. Un sólido argumento que respalda la idea de que las acciones de Obama en Guatemala —en su franqueza y flagrancia— ofrecen la perspectiva más reveladora sobre su Gobierno. Una meticulosa investigación del Congreso sobre las políticas de Obama en Guatemala echará luz sobre múltiples capas de corrupción — solo si el Congreso se dedica a investigar.
Teniendo en cuenta los múltiples escándalos durante el Gobierno de Obama —Benghazi, Fast and Furious, la utilización de la IRS (agencia recaudadora de impuestos) para perseguir a opositores políticos, los delitos con Obamacare—, que no fueron investigados o fueron ocultados gracias a manipulaciones políticas, la probabilidad una investigación efectiva sobre Guatemala es cercana a cero.
El asunto de Guatemala es de mucho interés para quienes creen que entienden correctamente las intenciones de Obama con el Estado Islámico. Las acciones de Obama en Guatemala no tienen ni una pizca de debilidad o de indecisión. Sus políticas demuestran un firme apoyo a la falange radical que está intentando debilitar nuestra república constitucional y reemplazarla con sus propios líderes.
Con un cheque en blanco, Obama empuja a Guatemala en dirección a los Castro, con quien el presidente se ha reconciliado, y a quien le ha dicho de todo excepto: “usted estaba en lo correcto, y los 10 presidentes estadounidenses que vinieron antes que mi estaban equivocados”.
El sentimiento castrista en Washington está en su máxima expresión. Cualquier crítica al régimen de los Castro recibe la respuesta automática: “¡Castro es el hombre que derrocó a Batista!”.
Ese es, en pocas palabras, el argumento a favor del cambio radical. Luego de 60 años, la gente aún recuerda el chanchullo de Fulgencio Batista con los parquímetros, mientras que nadie parece notar que los Castro saquearon completamente al país y lo convirtieron en su hacienda personal.
Este es también el destino que Obama, la Cicig, y los radicales guatemaltecos han estado diseñando para Guatemala. Quieren que sus tataranietos, dentro de 60 años, recuerden al expresidente Otto Pérez Molina, y a la ex vicepresidenta Roxana Baldetti, por el escándalo de corrupción en la aduana, mientras el país es asfixiado por una tiranía verde oliva.
Para Obama, la embajada de Estados Unidos y la Cicig, solo se interpone una inconveniente realidad: la presidencia de Jimmy Morales y cualquier chance de producir un cambio real.
Jimmy, no se equivoque. Están yendo por usted. Son inescrupulosos y nada los distrae. Tienen la crueldad de Fidel pero sin sus dotes sociales.
Escuche, Jimmy. Esta gente no tiene tiempo para su naturaleza bondadosa, su humor y su bonhomía. Mantenga sus garras afiladas y, como la Guardia Costera de EE.UU., esté siempre preparado.
Este artículo fue publicado antes por el PanAm Post.
David Landau contribuyó a este artículo.
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